Escena
I
La acción
de la primera escena del Prólogo de la Tetralogía se sitúa
en las profundidades del Rin. Tres ninfas juegan entre las olas y guardan
el oro puro que su padre, el río primordial, les mandó custodiar.
Alberich, el enano, el nibelungo, se acerca a ellas con la intención
de seducirlas. Las ondinas juegan con este ser deforme y se burlan de
sus deseos; pero, hablan demasiado y le revelan el secreto del tesoro
que guardan: con él se puede forjar un anillo que permitirá
conquistar el mundo a quien lo posea. Ahora bien, quien quiera conseguirlo
habrá de renunciar al amor. Alberich, rabioso por el rechazo de
las Hijas del Rin, no se lo piensa dos veces: sube hasta la roca en donde
reposa el oro y se hace con él.
Escena
II
El dios Wotan
y su esposa Fricka se despiertan en un valle entre cumbres montañosas.
El dios de dioses contempla, orgulloso, el Walhall: el edificio que representará
lo eterno de su poder y de su gloria; pero, su mujer le recuerda, con
horror, que el precio que deberá pagar a los gigantes Fafner y
Fasolt por haberlo construido es su hermana Freia (la diosa del amor y
de la belleza), según el pacto al que le empujó Loge (el
semi-dios del fuego y maestro en el arte de la astucia). Wotan no tiene
la intención de entregar a Freia a los gigantes, pero se impacienta
porque Loge no parece llegar a tiempo para sacarle del apuro.
Mientras dioses y gigantes discuten por el pago del contrato, aparece
Loge, que ha recorrido el mundo, dice, para encontrar algo que pueda satisfacer
a Fafner y Fasolt a cambio de la diosa, pero reconoce que no hay nada
en el mundo que quiera apartarse del amor y de la mujer. Salvo un único
ser: el enano Alberich, que renunciando al amor se hizo con el poder del
oro del Rin, por el que claman las ondinas, implorando a Wotan que les
ayude a recuperarlo.
Al oír este relato, los gigantes empiezan a ambicionar el oro y
aceptan que se les pague con él su trabajo de construcción,
mientras se llevan a Freia como rehén, para asegurar que esta vez
el contrato se cumpla. En cuanto desaparecen de su vista, los dioses envejecen:
se les ha privado de las manzanas que les daban la eterna juventud y que
sólo la diosa Freia cultivaba y guardaba. Se hace imprescindible
que Wotan baje al reino de los nibelungos para recuperar el oro. Lo hace
acompañado de Loge.
Escena
III
En una oscura
gruta, en las entrañas de la tierra, Alberich arranca violentamente
a su hermano Mime el tarnhelm, el yelmo mágico que vuelve
invisible a quien lo lleva y que éste último acaba de forjar
por orden suya. Las quejas de Mime atraen a Wotan y Loge, a quienes cuenta
sus desdichas y cómo, gracias al oro del Rin, Alberich ha esclavizado
a su propio pueblo, que trabaja para él a golpe de látigo.
Cuando Alberich descubre a los dos visitantes, les llena de imprecaciones
y amenazas: lo mismo que él ha rechazado el amor, obligará
a todo lo que vive a renunciar a él; los dioses deberán
guardarse de los ejércitos que saldrán de las oscuras profundidades
del reino Nibelungo. Wotan trata de alcanzarle con su lanza, pero Loge
le detiene, invitándole a usar, contra el enano, la astucia y no
la fuerza. Así, Loge alaba su poder y el del yelmo, y le invita
a demostrar de lo que es capaz pidiéndole que se convierta primero
en dragón y luego en sapo, al que fácilmente Wotan puede
poner el pie encima y sujetar. Así consiguen maniatarlo y arrastrarlo
hasta la sima por la que bajaron.
Escena
IV
De
nuevo en las alturas, los dioses obligan a Alberich a entregar el tesoro
a cambio de su libertad. A una orden suya, los nibelungos lo van amontonando
frente a los dioses. Alberich quiere quedarse con el yelmo mágico
y la sortija, pero Loge arroja el Tarnhelm al montón del oro y
Wotan le arranca violentamente el anillo del dedo. Sólo entonces
liberan al enano que, furioso, pronuncia la maldición: todos codiciarán
ese anillo, que además llevará a la muerte a quien lo posea.
Wotan parece no escucharle y mira, hechizado, la joya que brilla en su
dedo.
Vuelven los gigantes, con Freia, a cobrar su salario y los dioses se sienten
rejuvenecer. Pero, antes de que puedan tocarla, los constructores del
Walhall clavan sus estacas en el suelo, al lado de la diosa de manera
que midan una altura y una anchura iguales a ella. Allí se va amontonando
el oro hasta que Freia queda cubierta por él. Cuando Loge arroja
el yelmo de invisibilidad al tesoro amontonado, todavía hay una
rendija por la que Fasolt puede ver el brillo de los ojos de la diosa
del amor, y el gigante obliga a Wotan a taparla con el anillo; pero el
dios de dioses, cautivo ya de la magia de la sortija, no está dispuesto
a entregarla.
Los dioses conminan a Wotan a devolver el anillo, los gigantes amenazan
con romper el pacto; en ese momento de confusión, la luz se oscurece
y el alma antigua de la tierra, la que todo lo sabe, emerge de las profundidades
de la gruta en la que duerme su sabiduría. Es Erda, la madre de
las tres nornas que tejen el hilo de todos los destinos. La diosa prevé
un ignominioso fin para los dioses y conmina a Wotan a que devuelva el
anillo. El dios quiere saber más, pero Erda ya se ha hundido en
las profundidades. Wotan, tras una breve meditación, no tarda en
arrojar el anillo sobre el tesoro.
Los efectos malignos de la joya no se hacen esperar: Fafner mata a Fasolt,
se hace con el anillo que éste había cogido y lo mete en
un saco, con el resto del tesoro, que arrastra sin volver la vista atrás.
Los dioses han observado la escena con horror.
Donner se propone limpiar la cargada atmósfera. Subiéndose
a un peñasco cercano, hace girar su martillo y desaparece en una
nube de tormenta cada vez más negra. Entonces se oye el golpe de
su martillo contra la peña: un relámpago atraviesa la nube
y le sigue un violento trueno. Cuando la nube se disipa, un espléndido
arco iris está uniendo el valle con la fortaleza, es el puente
por el que los dioses subirán al Walhall. Emprenden solemnemente
la marcha, mientras las Hijas del Rin piden que el oro les sea devuelto,
y Loge se plantea devorar, volviendo a su forma de llama, a los divinos,
antes que perecer con ellos.
©
Fátima Gutierrez
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