“¡¡Dios
mío, es él!!” Esto fue lo que pensé cuando un día de mayo de 1994
llamé yo a un número de teléfono que me habían dado para ponerme
en contacto con Ángel-Fernando Mayo, y oí aquella voz de corto aliento
que tan bien conocía yo, de tanto haberla escuchado por la radio,
diciéndome “¿Sí?”.
Al
principio dudé, pero hice acopio de valor y empecé a hablar: “Buenos
días, Sr. Mayo. Usted no me conoce, pero yo a usted sí. Me llamo…”
y le expliqué que me interesaría contar con su opinión sobre ciertas
ideas que quería exponer en un trabajo para mi carrera, en el que
relacionaba a Wagner con ciertas ideas que aparecían en una novela
de Angela Carter. El Sr. Mayo estuvo amabilísimo y pese a que “no
veía muy bien en qué podía ser de ayuda”, me dio su dirección y
me dijo que le escribiera con todos los datos que pudiera darle.
Así lo hice: primero le redacté una carta en la que me presentaba
y hablaba de mi tempranísima afición wagneriana, y después le expuse
mis ideas sobre el trabajo.
Pasaron
dos semanas y yo me decía que este señor me habría olvidado, porque
tendría cosas más importantes que hacer, cuando un día recibo una
carta suya, con su membrete y escrita a mano. Fue entonces, al leer
sus meditadas respuestas, cuando me di cuenta de lo osado que había
sido exponiendo mis superficiales ideas a su juicio. Pero bueno,
ese fue el primer paso para una amistad que el destino lamentablemente
quiso terminar a los 8 años y 9 meses.
Su
carta, sin embargo, no se limitaba a simples respuestas a mis preguntas.
Puesto que le preguntaba muchas cosas de Wagner, me invitaba a “darme
una vueltecita por Madrid” para poder charlar tranquilamente. En
cuanto a mis preguntas sobre “cómo podía conseguir ciertos libros
y discos que él recomendaba”, me respondió que, cuando viniera a
Madrid, de paso, podría llevarme los discos y libros, para copiármelos.
Como es lógico, ante tanta generosidad, yo no cabía en mí de gozo.
Cuando
por fin tuve la oportunidad de conocerle en persona, me invitó a
comer a una marisquería gallega que hay en la calle Santa Engracia
y vaya si comimos. Si algo sabía hacer bien don Ángel era comer
y beber bien; tenía un paladar exquisito. Allí hizo probar por primera
vez los percebes: “¿No has probado los percebes?” y me pidió un
plato enorme, junto a otros dos de gambas, también enormes, regados
con un excelente vino blanco. Tras los postres (una miloja estupenda,
acompañada con licor de ciruela), yo ya no sabía muy bien si me
tendría que ir, por no abusar, pero él me dijo: “Bueno, ahora vamos
a casa”. Me llevó a su casa y allí me puso el documental que la
televisión bávara emitió cuando se celebró el centenario del nacimiento
de Knappertsbusch. Refunfuñó contra Wolfgang Wagner cuando este
decía que Kna hizo las paces con Keilberth para evitar la llegada
de nuevos directores; me fue traduciendo lo que decían Astrid Varnay
y Hans Hotter (yo, por aquel entonces, no tenía ni idea de alemán)
y se emocionó con la interpretación del Idilio de Sigfrido,
especialmente cuando Kna cerró la partitura al final, mientras hacía
una reverencia a la Filarmónica de Viena.
Yo
estaba en el cielo, pero seguía sin saber si estaba haciéndome demasiado
el remolón y a veces musitaba, mirando el reloj: “Bueno, yo…”, a
lo que él contestaba, un poco brusco: “Pero bueno, ¿tienes prisa?”,
y yo replicaba: “No, no, en absoluto”. La velada prosiguió con el
segundo acto del Tristán de Kna y con el tercero de los Maestros
de Kna (1950). Por fin, hablamos sobre Bayreuth y sobre el festival.
Salí de su casa a las diez y media de la noche, flotando.
No
recuerdo si fue en nuestra segunda cita o en la tercera cuando me
invitó a comer con su mujer y sus hijas. Sí recuerdo que fuimos
a comer a un restaurante chino. Personalmente fui un poco escéptico
a esa comida, porque no disfruto demasiado con la cocina china,
pero cuando uno tenía a Ángel Mayo al lado, sabía que no había peligro:
seguro que se comía bien. Y no falló. La velada fue muy agradable,
conocí a su familia, aunque aquella vez, supongo que por ser tan
reciente mi amistad con él, casi me limité a hablar con él y con
su mujer, Pilar.
A partir
de ahí, en mis continuas visitas a Madrid para ver a mis amigos,
siempre había un hueco reservado para encontrarme con Ángel Mayo.
Después de comer o antes de cenar, siempre tocaba una tarde en su
casa, en la cual hablábamos de todo: política, toros, fútbol (un
día me puso un partido del Real Madrid de Puskas y Gento, qué tiempos),
historia, lenguaje… En todo momento demostró una cultura fuera de
lo común, y además no se cohibía lo más mínimo a la hora de decir
las verdades. Esto lo convertía en un interlocutor muy apreciado,
pese a su notable tendencia a hablar él (tenía tanto que decir…);
quizá por eso cuando era él el que escuchaba con atención, uno se
sentía muy halagado.
En
otras ocasiones conmovedoras, me llegó a invitar al Teatro de la
Zarzuela y a un concierto de la Sinfónica de RTVE. Intenté corresponder
a estos detalles con una botella de buen vino, pero tuve la mala
suerte de llevársela cuando acababa de pasar su primera crisis de
salud (allá por 1999) y el alcohol lo tenía muy controlado (por
suerte, el vino aún se lo podía permitir). Fue en estas fechas cuando
por primera vez lo vi asustado por su salud. Ciertos comentarios
suyos (“acuérdate de esto que te digo cuando yo ya no esté en este
mundo”) me alarmaron porque mostraban que él se sabía muy deteriorado;
pero perdió unos 30 o 40 kilos y se le vio muy mejorado.
Un
año antes, tuve la oportunidad de ir a Alemania por primera vez
y le llamé para preguntarle por sitios que pudiera visitar. Me preguntó
si iría a Bayreuth; yo le dije que me encantaría, pero que no veía
cómo podría conseguir entradas. Entonces él me estimuló a intentarlo.
“El ‘no’ ya lo tienes”, dijo, con su habitual franqueza. Me dijo
a dónde había que escribir y seguí su consejo. Había que ver mi
cara de alegría cuando recibí, ya en Alemania, una llamada de Bayreuth
diciéndome que tenía una entrada para Maestros cantores.
A mi vuelta, llamé a Ángel Mayo para darle las gracias; él me preguntó
qué me había parecido y yo le dije que la acústica y los coros eran
absolutamente fantásticos, pero que el director (Barenboim) me había
parecido insoportable; quizá esto le sorprenda a algunos que piensan
que Mayo era “despiadado” con Barenboim, pero trató de apaciguarme
y justificarlo: “Barenboim estaba enfermo esa tarde”. Yo, indignado
por que me arruinara esa obra, insistí: “Pues haber llamado al médico
y que dirigiera otro. Además, eso de ir él a un tempo y el coro
a otro lo lleva haciendo ya tres años, no es cuestión de enfermedad”.
Al
año siguiente, pude ver en Bayreuth Lohengrin, Parsifal
y Tristán. Tristán ya lo conocía, porque en casa de
Mayo pude verle trabajar en los subtítulos que hizo para la filmación
de esa producción (la de Heiner Müller) en Canal+. Hay aquí también
una anécdota curiosa: don Ángel tenía sobre su mesa la partitura
de Tristán, e iba haciendo en ella una marca para cada respiración
de los cantantes; luego, sincronizaba los cambios de los subtítulos
con cada respiración. El mando a distancia del vídeo, en su mano
izquierda, servía para rebobinar una y otra vez, hasta confirmar
que el fotograma del cambio era correcto, mientras con su mano derecha
escribía la traducción, las marcas en la partitura y el fotograma
sobre la plantilla. Recuerdo su expresión de admiración cuando comentó,
mientras controlaba las respiraciones de los cantantes: “La verdad
es que los criticamos, pero jo, hay que cantar esto…”
También
por estas fechas le envié un trabajo que hice para una asignatura
del doctorado sobre el discurso dramático: trataba de relacionar
los actos de habla con el drama musical y para ello usé ejemplos
tomados de El oro del Rin. En la universidad me dieron la
máxima calificación, pero él me hizo, en persona y sobre la marcha,
muchísimos comentarios en los que me pedía más detalles aquí, mejores
explicaciones allá, y me mostró algunas ideas en las que no había
estado afortunado, aunque también me dio la enhorabuena por otras
que merecieron un laudatorio y admirado: “Sí, es verdad esto que
dices” por su parte, que a mí me sentaban como el “Bene” de Toscanini
a Solti.
El
año 2000 los dos fuimos a Bayreuth, aunque no coincidimos porque
fuimos a ciclos diferentes. Los dos fuimos testigos del desastroso
Anillo de Jürgen Flimm, pero sólo él tuvo la suerte de ver
el debut de Christian Thielemann en Maestros cantores. A
su vuelta, me contó maravillas de este director y me comentó algunos
interesantes detalles off-the-record de su entrevista con
él. Personalmente, no estaba acostumbrado a oírle tal cúmulo de
alabanzas hacia un director tan joven (“son los mejores Maestros
que he visto en vivo en mi vida”). Y entonces en octubre de ese
año tuve la ocasión de ver a este director en vivo, en Madrid. Por
supuesto, Ángel Mayo estaba allí, con su mujer y un amigo, y nos
encontramos luego, cuando fuimos al camerino de Christian Thielemann.
Vi que Thielemann le recordaba de cuando charló con él en Bayreuth.
Además
de entender perfectamente a los artistas que le apasionaban, Ángel
Mayo también entendía perfectamente a aquellos artistas que no le
gustaban nada. Valga esta anécdota que considero clarificadora.
El año 2000 yo estuve en Alemania una temporada y no pude ver el
Tristán que se representó en el Teatro Real, dirigido musicalmente
por Barenboim y escénicamente por Harry Kupfer. Todos los amigos
que fueron a verlo se deshicieron en alabanzas, al relatarme cómo
fue; aunque no tenían claro qué significaba todo aquello, la escena
parecía “no molestar” e incluso en ocasiones resultaba bella, con
aquel angelote. Con este bagaje fui yo a preguntarle a Mayo qué
le había parecido, y empezó a descargar su ira sobre Kupfer y sobre
la producción. Obviamente, me quedé muy desconcertado, porque mis
amigos tenían gustos “fiables”, en mi opinión. Cuando le pregunté
por sus razones, empezó a decirme que la tesis de Kupfer venía a
ser que todos los personajes tienen relaciones homosexuales salvo
Isolda, y me puso algunos ejemplos de la dirección de escena para
demostrarlo. Como ninguno de mis amigos me destacó esos detalles,
yo insistí en que quizá era su impresión, pero él me respondía:
“No, no, eso lo dice Kupfer”. Y yo volvía a insistir en que quizá
él había sobreinterpretado a Kupfer. Entonces, él elevó el tono
de su voz: “¿Pero no te estoy diciendo que lo dice el propio Kupfer?
¿No me crees? ¿Quieres que te lo lea? Pues te lo voy a leer”. Ante
mi asombro, él se levantó y cogió el programa de mano del Teatro
Real, refunfuñando: “También son ganas de no querer entender, hombre”.
Entonces, me leyó una parte de las propias declaraciones de Kupfer
en las que deja claro lo que Mayo me había comentado. Es decir,
que si alguien captó a la primera las intenciones de Kupfer, ese
alguien fue Ángel-Fernando Mayo. Por eso me reía cuando leía a algún
listo afirmar que Mayo no era sensible a la dramaturgia actual.
Después,
empecé a trabajar y ya no pude ir con tanta frecuencia a Madrid.
Mantenía el contacto como él, llamándolo por teléfono cada mes:
me informaba de todo lo que iba haciendo y yo corría a buscar sus
libros o sus artículos en Internet (inolvidable artículo satírico
en Mundo Clásico: “El tábano Cristóbal”). En todo caso, siempre
había alguna visita esporádica en la que no faltaba la comida; comer
con él era un placer. Entre bocado y bocado, me comentaba sus proyectos
para el futuro: una novela sobre un episodio histórico de su querida
Menorca, un libro sobre Knappertsbusch y más traducciones de Wagner.
Cuando yo le insistía en que tenía que escribir un libro sobre el
Festival de Bayreuth, él siempre me respondía: “¿Pero eso quién
lo compraría? No, eso no tiene salida editorial”. Hasta que un día
me cansé y le dije: “Mire, don Ángel, no sé cuánta gente lo compraría,
pero estoy seguro de que todos los wagnerianos del país iríamos
a por él. En cuanto a la salida editorial, seguro que tendría mucha
más que las novelas parisinas de Wagner”. Esto le hizo pensar. Después,
añadió: “Ya veremos. Eso requiere mucha investigación. Estoy cansado”.
Para
el Festival de Bayreuth de 2002 volvió a suceder lo mismo que en
el 2000: fuimos ambos, pero cada uno a un ciclo distinto. Antes
de marchar, le llamé a Menorca y ante sus elogios hacia algunos
cantantes, le comenté mis recelos sobre el sonido de la radio, que
en nada se parece al de allí. “Ya veremos”, me contestó. Cuando
volvió del festival, me llamó para darme la razón (los cantantes
no le gustaron) y me dijo que mi crítica en Wagnermanía de ese Tannhäuser
le había parecido demasiado elogiosa. Parece que Thielemann no le
dejó tan satisfecho en esta ocasión. En Maestros cantores
sí que estuvimos de acuerdo en que fueron magníficos.
En
Bayreuth no pudo conseguir un nuevo encuentro con Wolfgang Wagner,
para cumplir lo prometido en su Guía Wagner, aunque sí le recibió
su mujer, Gudrun.
Poco
después, falleció su querido amigo en Bayreuth, Dieter Suchanek,
el hijo de Elisabeth Suchanek, quien fuera secretaria de Wolfgang
Wagner en 1962 y verdadera artífice de que Mayo pudiera trabajar
en el Festspielhaus como tramoyista. La hermana de Dieter, Gerda,
estaba casada con Erich Rappl, quien estaba aquejado del mal de
Alzheimer y ya no reconocía a Ángel Mayo (creo que todos nos impresionamos
cuando Mayo nos contaba crudamente en la Hoja Parroquial cómo, al
preguntarle a Rappl si le recordaba “Ich bin Mayo, der Spanier”,
él sólo preguntaba “der Spaniel?”, creyendo que se referían al perro).
Recuerdo que me comentó con tristeza: todos los que conocía se van
marchando, cada vez tengo menos contactos allí. Mayo se lamentaba
así de su progresiva desconexión con el mundo que le rodeaba, y
también de la pérdida de quienes vivieron con él los años gloriosos
de Bayreuth.
También
supe que había hablado sobre su Guía Wagner con el dueño de la librería
del Margrave, para ver si estaban interesados, y juraría que sí
que llegaron a algún acuerdo. Noté un destello de sana envidia en
su voz cuando le dije que en esa librería conseguí los 4 tomos del
análisis musical de Alfred Lorenz. “¿Los cuatro tomos?”, preguntó
él, asombrado. “Sí, ¿no los vió?”, “Pues no”. Entonces no lo dije,
pero me prometí que, si este año iba a Bayreuth, le traería de regalo
los 4 tomos. Al mismo tiempo, le dije que había encontrado unas
entrevistas grabadas a Thielemann y a Quasthoff, y que, tan pronto
como las lograra transcribir, se las enviaría con mi traducción.
“Muy bien, puede ser muy interesante”.
Muchos
lectores han expresado su extrañeza ante las enigmáticas líneas
que Mayo escribió en el prólogo a la segunda edición de su Guía
Wagner, afirmando que sería la última que escribiera. Pueden sonar
a premonición, y yo, sabiendo que él había estado enfermo y que
temió por su vida, no tardé en llamarle para interrogarle sobre
esto. Pero me respondió que él no sabía si el libro sería sustituido
como formato por otros soportes digitales, y dado que él no sentía
la menor atracción por los ordenadores, pensaba que la próxima guía
sería en dichos formatos y por lo tanto, imposible que él la realizara.
Aprovechó también para comentarme que había hablado con Emilio Sagi,
porque éste estaba interesado en que trabajaran juntos en futuras
representaciones wagnerianas. Al parecer, Mayo se encargaría de
la dramaturgia. Yo estaba encantado con la idea y sólo esperaba
el momento en que se hiciera realidad. Él también me pareció muy
ilusionado, aunque con su habitual y cauteloso “Ya veremos, ya veremos”.
La
última vez que lo visité fue unas semanas antes de su fallecimiento.
Estaba visiblemente más obeso de lo que lo recordaba y se movía
con dificultad. Pese a todo, me recibió como siempre, sentado en
su estudio. Charlamos amigablemente, de música, de asuntos de actualidad…
Él me contó la idea que tenía para el artículo del programa de mano
del Sigfrido del Teatro Real (sonaba interesantísimo, aunque
ignoro cuánto llegó a escribir de ese artículo, si es que llegó
a escribir algo). La nueva traducción del Anillo parecía
estar en fase de pruebas de impresión y él no parecía confiar en
que saliera publicada por lo menos hasta después del verano. Le
pregunté si era seguro ir a Barcelona, en su estado, y me dijo que
sí, y que además quería ir porque allí la gente lo apreciaba. Él
también sentía cariño hacia el público barcelonés, tan wagneriano.
Esta vez lo vi muy alarmado por su salud. A su vuelta de Barcelona,
tendría que ir al hospital. Pero él siempre era muy
cauto y me decía, al igual que la primera vez que fue a ver
a Thielemann: “Ya veremos, ya veremos”, sin atreverse a augurar
nada.
Después
vimos un DVD (traído de Japón) con un concierto de Kna y la Filarmónica
de Viena, donde tocaban piezas de Beethoven y Wagner, con Backhaus
y la Nilsson, respectivamente. Aunque no estuvimos de acuerdo en
la actuación conjunta de Kna y Nilsson, disfrutamos de lo lindo
con Hans el Rubio.
Como
despedida, ya que yo me trasladaba a otro país, le llevé dos piezas
de turrón. También le entregué dos artículos míos de Wagnermanía,
para que me diera su opinión. Él se disculpó por estar demasiado
cansado para leerlos en ese momento. “Lo haré en otro momento. Esto
me puede venir muy bien para el futuro”, me dijo. No obstante, empezó
a examinar el artículo sobre los “Murmullos del bosque” y casi se
le humedecieron los ojos al leer la parte sobre el motivo de la
naturaleza, que cambia para convertirse en los murmullos del bosque.
“Fíjate, qué profundo es esto de que el devenir de la naturaleza
produzca los sonidos del bosque… Qué hermosura”. En aquel momento,
esa situación que estaba viviendo me pareció encantadora. Ahora,
doy gracias por haber tenido la suerte de haberla vivido.
Al
despedirme, le dije que se cuidara mucho y que le llamaría de vez
en cuando. “No, hombre, no, escríbeme, no hace falta que llames”,
me dijo, mientras me acompañaba a la puerta. Nos estrechamos la
mano, me deseó suerte y eso fue lo último que recuerdo de Ángel
Mayo.
El
día 17 de junio, por la tarde, tras una agotadora tarde instalándome
en mi nueva casa, me conecté a Internet y en mi correo leí un mensaje
de Wagnermanía, con el título: “Noticia triste”. Me temí lo que
iba a leer, pero no quise creerlo hasta que fui al enlace que llevaba
a una noticia de Mundo Clásico. Allí, junto a una foto de Ángel-Fernando
Mayo, la misma foto que él tenía en su estudio, junto a los discos
de vinilo, al lado del sillón donde yo me sentaba, unos titulares
decían que mi amigo había fallecido. Mis ojos estaban demasiado
húmedos para poder leer más.
Adiós
a los proyectos. Adiós a las consultas y a los consejos. Adiós a
las futuras producciones de Ángel Mayo; adiós al libro sobre Kna
y al otro sobre Bayreuth; adiós al lobo wagneriano; adiós a las
Guías sobre Berlioz o Bruckner; adiós a mi mentor y a mi amigo.
Ya nunca recibirá mis obsequios ni me obsequiará con sus artículos;
habrá que acostumbrarse a leer el boletín de Diverdi sin buscar
la firma “A.-F.M.”. Quizá ahora estará en algún sitio, comentando
con Richard Wagner lo bien que Hans Knappertsbusch está dirigiendo
su música.
Epílogo
En
abril de 1999, le visité con mi ejemplar de la primera edición de
su Guía Wagner bajo el brazo. Como siempre que publicaba algo, quería
que me lo dedicara. Ya he comentado que, en aquellas fechas, había
experimentado problemas de salud y tenía ciertos momentos de debilidad
o temblor en las manos. Precisamente se disculpó, refunfuñando porque
dichos temblores le dificultaron la escritura de la dedicatoria,
con lo que se vio obligado a hacer alguna rectificación y no le
quedó todo lo elegante que él habría querido. Ni que decir tiene
que a mí no me importó lo más mínimo. De hecho, ahora me alegro
de ese trazo erróneo, que me ayuda en estos momentos a situar temporalmente
esta encantadora anécdota. Esto es lo que escribió:
“A
Germán, con el deseo de que sea uno de mis sucesores en el servicio
de la causa. Madrid,
16 de abril de 1999”
Querido
Ángel… ¿ser uno de tus sucesores? AMÉN. Pero incluso aunque pudiera
llegar a ser “sucesor”, nadie puede ser tu “sustituto”. No es posible
sustituirte. Has sido irrepetible. Sin ti, alguien tiene que hacer
el trabajo, pero nos lo has puesto muy difícil. Ojalá podamos mantener
el estandarte dignamente.
Hasta
siempre,
Germán
Rodríguez
P.D.:
Sin embargo, esta semblanza no estaría completa si no recordara
a Pilar Alesón, la encantadora y abnegada esposa de Ángel Mayo,
cuya impagable labor, pasando a máquina o a ordenador los manuscritos
de su marido, la hace merecedora del reconocimiento de todos los
wagnerianos que hemos bebido de estas fuentes. Con todo mi cariño
y mi admiración, Pilar, también va por ti.
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