A
Javier del Prado
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Todo
exceso se paga. Y el mayor exceso es
ser.
S.
Pániker. Filosofía y mística.
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Alberich
y las ondinas. A. Rackham |
Como la inocencia sagrada de las Hijas del Rin no puede concebir
que exista un ser capaz de renunciar al amor, las tres muchachas
con nombres de ola que juegan y coquetean con el nibelungo, entre
las límpidas aguas del río primordial, le revelan su secreto: sólo
quien renuncia al poder del amor, sólo quien rechaza la alegría
de amar, sólo él logra el prodigio de convertir el oro en anillo.
Y esta joya le otorgará un inmenso poder: la herencia
del mundo. El enano medita mientras suena la fanfarria del Oro
y el tema insidioso, dulzón y siniestro, del Poder del anillo. Pero
es ahora o nunca, y Alberich no va a perder la oportunidad: salta
como un loco sobre el peñasco, trepa con espantosa celeridad hacia
su cima, y, riendo, arranca el oro, violenta y ferozmente, a la
vez que maldice el amor.
Mientras que, en las profundidades de la tierra, Alberich forja
la joya mágica, en las altas cimas, un dios sueña con el símbolo
de su eterno poder: el Walhall; el tema musical de la divina residencia
nos recuerda mucho al del Anillo, puesto que deriva directamente
de él, pero resuena no siniestro sino grave, no insidioso, sino
lleno de majestad; como si hubiera adquirido una nobleza que antes
no tenía; desde él, intuimos que los poderes que persiguen Alberich
y Wotan son absolutos, en ambos casos, pero, también en ambos casos,
de muy distinta naturaleza. Sin embargo, en cuanto los gigantes
rematen las altas almenas del Walhall, pedirán su salario, y no
es otro que Freia: la diosa del amor. Wotan confía en que la astucia
del dios del fuego, Loge, el que le recomendó el pacto, encuentre
la manera de poseer la fortaleza sin perder a la guardiana de las
manzanas de oro. Pero la Ley, que el propio Wotan grabó con runas
en su lanza, no se puede burlar: el orden, tan frágil, del mundo
y su autoridad reposan sobre ella.
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Wotan
y Fricka duermen, mientras los gigantes construyen el Walhall.
von Stassen. |
Los dioses no saben qué ofrecer a los gigantes a cambio de Freia.
Loge, ese espíritu burlón, inquieto y fascinante como el motivo
musical que lo representa, no ha conseguido encontrar, en la
tierra, el agua o el cielo, nada que quiera apartarse del amor...
Salvo un enano... El nibelungo que lo cambió por el oro rojo que
le robó al Rin. Las ondinas le contaron su desgracia al espíritu
del fuego y, a través de él, le ruegan al rey de los dioses que
les sea devuelto. Pero el efecto de esta noticia es muy diferente
del deseado: el cercano tintineo del oro hechiza a Wotan y a su
reina, Fricka: si cayera en sus manos, conseguirían lo que más desean:
ella, la fidelidad del esposo; él, un poder sin límites. Aunque
explícitamente Wotan no haya renunciado al amor y manifieste un
claro rechazo hacia esa posibilidad, ambicionar el anillo le hace
olvidar a Freia. Después de arrebatárselo violentamente a Alberich,
sólo Erda, la Wala, el alma antigua del mundo, advirtiéndole de
que ¡Todo lo que es... acaba!, previendo el final sombrío
de los dioses, le obliga a deshacerse de él. Y, por primera vez
presa del miedo, por primera vez consciente de la posibilidad de
un final, se lo entrega a los constructores del Walhall como rescate
por la diosa del amor.
Pero Alberich ya había lanzado una maldición contra aquél que poseyera
la sortija, y sus efectos son inmediatos: Fafner, el gigante, mata
a su hermano para ser él su único dueño. Con inquietud, aunque sin
perder majestad, los dioses toman posesión de la espléndida residencia
que representa su poder, pero las Hijas del Rin, las voces de la
Naturaleza, saben que ¡falso y cobarde es lo que allí arriba
se alegra! Así acaba el Oro del Rin, el preámbulo de
un drama, más exactamente de tres: La Walkyria, Siegfried
y El ocaso de los dioses, en los que Wotan engendrará una
raza de héroes para reconquistar el anillo y redimir a un mundo
que, sin embargo, perecerá, junto con los dioses, en el incendio
universal que sólo aplacarán las aguas del Rin, a las que la joya
habrá sido, finalmente, devuelta. Aquella metafórica renuncia al
amor de Wotan en la figura de Freia, fue el punto de partida de
un doloroso camino expiatorio que irá liberando al dios de todas
las ataduras que le unían al universo de la Necesidad.
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Los
dioses germánicos. von Stassen |
En este primer, y necesariamente breve, acercamiento al Anillo
del Nibelungo, se desvelan ya los que son, a nuestro juicio,
los tres referentes mitológicos y/o ideológicos de la Tetralogía
wagneriana: el germanoescandinavo en los hechos que se nos narran,
el griego en el paradigma heroico y el oriental en el progresivo
abandono del mundo del deseo.
Los sonoros nombres de Wotan, Loge, Fricka, Freia o Walhall nos
sitúan en plena mitología germánica o, para ser exactos, germanoescandinava.
Como a Wagner le encantaba hablar de sí mismo y de su obra, conocemos
al detalle el largo proceso de gestación del Anillo: mientras
el maestro de Leipzig trabajaba en la composición de Lohengrin
(termina el libreto en 1845 y la partitura en el 48), y, con ella,
en el estudio de la tradición épica alemana, descubrió la radiante
figura de Siegfried el joven héroe, valiente, guerrero y cabal
(así lo describe el canto II del Nibelungenlied), que
se hizo con el fabuloso tesoro de los Nibelungos y a quien la Alemania
romántica saludaba como una de las creaciones más genuinas y representativas
de su espíritu popular. Entonces, el mito de Siegfried se unió,
en el imaginario wagneriano, al del Grial y a la figura de Federico
Barbarroja, lo que dio pie a un curioso ensayo: Los Wibelungos:
Historia universal a partir de la leyenda (redactado en 1848),
en el que vamos a detenernos un momento ya que, aunque en principio
resulta algo chocante, quizá guarde algunas claves para entender
la obra de Wagner, o, al menos, su evolución.
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Barbarossa
Imperator |
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Eneas
huye de Troya con el Paladio. Denario de César |
Los
Wibelungos relata que, en el origen de la humanidad, el poder,
tanto espiritual como material de los primeros reyes/sacerdotes,
provenía de un Tesoro, un objeto mágico que debía ser conquistado
a un terrible adversario, con el más admirable de los esfuerzos
y la mayor de las audacias; y, si bien, se convertiría en la herencia
legítima de los descendientes de quien lo ganaba por primera vez,
también debía ser reconquistado por ellos a base de un arrojo y
una valentía idénticos a los de su anterior dueño. Este Tesoro parece
tener su origen en el mítico Paladio que guardó a Troya de
todos sus enemigos hasta que fue sustraído por Eneas. Junto con
este héroe, llegó a Roma en donde ayudó a edificar un imperio que
tendría su máxima expresión en César (descendiente de Venus, es
decir de una divinidad protectora de Troya, y de donde proviene
el nombre de Káiser). Con el final de la dinastía julia,
Roma deja de ser la legítima sede del poder temporal, aunque, como
residencia del Papa, sigue conservando una vertiente espiritual.
Los reyes francos (también de origen troyano, según las extrañas
etimologías que le debemos a Wagner) después de haber conquistado
el Tesoro en su lucha contra los romanos, se convierten en Nibelungos
y fundan la dinastía carolingia que, partiendo de Clodión y pasando
por Carlomagno, llega hasta Federico Barbarroja, encarnación histórica
de Siegfried (un hijo de Dios que en su más cercana manifestación
se llamó así, pero que otros pueblos de la tierra llaman Cristo,
siempre según Richard Wagner). Con el último Hohenstaufen, Conrad
V (en 1268), desaparece el Tesoro en su forma física (permanecerá
oculto, junto con Barbarroja, en la cueva del Kyffhäuser) pero reaparece
bajo la forma idealizada del Grial, en el fantástico reino del Preste
Juan.
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El
Santo Grial. D.G. Rossetti |
Las consecuencias históricas de todo esto son que los herederos
ya no deben jugarse valerosamente la vida para reconquistar la herencia
paterna, con lo que la propiedad no entraña riesgo, luego es innoble
(recordemos que Wagner frecuenta en esta primavera del 48 a Bakounine
y tomará parte activa, en Dresde, en la fracasada Revolución del
49). A partir del siglo XIII, pues, la era de los hombres libres
(es decir, separados de su origen natural, no sujetos a ninguna
tradición, ni destino) habría sustituido a la de los héroes
que, antes, había sucedido a la de los dioses. No podemos olvidar,
a este respecto, la última escena de la Tetralogía en la que los
hombres asisten desconcertados a la desaparición de héroes y dioses
en la pira que enciende Brünnhilde. Naturalmente El Oro del Rin
bien pudiera reflejar la era de los dioses, La Walkyria y
Siegfried el paso a la de los héroes y el Ocaso de los
Dioses el advenimiento de la de los hombres…
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