Richard Wagner, Der Ring des Nibelungen. Bayreuther Festspielhaus, 9, 10, 12 y 14 de agosto de 2007.
Albert Dohmen (Wotan, Viandante), Ralf Lukas (Donner, Gunther), Clemens Bieber (Froh), Arnold Bezuyen (Loge), Kwangchoul Youn (Fasolt, Hunding), Hans-Peter König (Fafner, Hagen), Andrew Shore (Alberich), Gerhard Siegel (Mime), Michelle Breedt (Fricka), Edith Haller (Freia, Helmwige, Tercera norna, Gutrune), Mihoko Fujimura (Erda, Waltraute en Ocaso), Fionnuala McCarthy (Woglinde), Ulrike Helzel (Wellgunde), Marina Prudenskaia (Flosshilde), Endrik Wottrich (Siegmund), Adrianne Pieczonka (Sieglinde), Linda Watson (Brüunhilde), Sonja Mühleck (Gerhilde), Anna Gabler (Ortlinde), Martina Dike (Waltraute en Walkyria, Segunda norna), Simone Schröder (Schwertleite, Primera norna), Wilke te Brummelstroete (Siegrune), Annette Küttenbaum (Grimgerde), Alexandra Petersamer (Rossweisse), Stephen Gould (Siegfried), Robin Johannsen (Voz del pájaro del bosque).
Dirección escénica: Tankred Dorst.
Decorados: Frank P. Schlößmann.
Vestuario: Bernd Skodzig.
Orquesta y Coro del Festival de Bayreuth.
Dirección musical: Christian Thielemann
Digámoslo sin rodeos: la presente producción de El anillo del Nibelungo, estrenada el año pasado, es musicalmente la mejor que ha ofrecido el Festival de Bayreuth en cuarenta años. La labor de conjunto, presidida por la magistral dirección orquestal de Christian Thielemann, plena de pulso narrativo y riqueza de matices, convierte la tetralogía de este año en la consagración definitiva del berlinés como el director específicamente wagneriano más relevante de la actualidad.
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Andrew Shore (Alberich) |
El que escribe ha tenido la fortuna de asistir, en los festivales de 2002 y 2007, a una función de todas las obras que Thielemann ha dirigido hasta la fecha en Bayreuth, a excepción de Parsifal y la Novena de Beethoven, es decir, sus inmensos Maestros cantores, Tannhäuser y este Anillo, tan largamente anunciado y esperado, que he podido presenciar en su segundo ciclo de este año. He seguido el desarrollo bayreuthiano de Thielemann en el resto de ediciones desde 2000 a través de la radio, y por ella podría añadir que la evolución de esta Tetralogía ha sido muy positiva, al quedar beneficiada por un cambio fundamental en el reparto: el Wotan apurado de Falk Struckmann en 2006, que apenas llegaba entero al final de su parte, queda sustituido por el dios autoritario y humanísimo de Albert Dohmen, de poderosos medios vocales, emisión oscura e imponente presencia escénica, aunque con acusados problemas de movilidad sobre las tablas. En el Oro estuvo, como se dice en jerga operística, más bien «reservón», pero fue creciéndose en Walkyria hasta ofrecernos un tercer acto antológico, culminado por unos esplendorosos «Adioses», y su intervención en Sigfrido estuvo ya a plena potencia, sobrecogiéndonos con su llamada a Erda y su confrontación con Siegfried.
La Brünnhilde de Linda Watson, de excelente desarrollo escénico, fue de más a menos, y tras una intachable intervención en la obra a la que da nombre y un dúo final en Sigfrido pleno de intención dramática, aunque con sustanciales carencias vocales ―acusado vibrato y grandes esfuerzos para alcanzar el agudo o ejecutar agilidad alguna―, llegó demasiado fatigada a su gran escena final en El ocaso de los dioses, aunque exhibió una gran inteligencia en la dosificación de sus medios. Me consta que llegó más entera al final del primer ciclo.
El papel del hijo de los welsungos estuvo a cargo del también estadounidense Stephen Gould, quien posee una voz extrañísima, de emisión estrangulada y deslucida en el grave, que sólo se timbra en el agudo ―por debajo del si 3 o el do 4, inalcanzados― y que parece siempre estar a punto de romperse. Su Siegfried resulta simpático y juvenil, y desprende siempre una candorosa inocencia. Superado el escollo del extenuante ―para soprano y tenor― segundo acto del Ocaso, con el fallo en el do sobreagudo del comentadísimo tritono, ya repuesto, compuso en el tercero una conmovedora escena mortuoria.
De los padres del héroe se puede decir que resultaron una pareja del todo asimétrica. Si Adrianne Pieczonka, de canto efusivo y material canoro irreprochable, es una de las mejores Sieglindes del momento, el pseudotenor Endrik Wottrich (2), de voz ingrata y engolada, naufragó en el primer acto y sólo se recompuso en alguna medida para el segundo.
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Alberich y las Hijas del Rhin |
Los restantes papeles fueron encomendados a un solidísimo reparto de comprimarios. Hans-Peter König, descomunal en cuerpo y voz, fue un rocoso Fafner ―con el estupendo Kwangchul Youn como hermano― y un Hagen aterrador que no tiene nada que envidiar a Josef Greindl. El Mime de Gerhard Siegel, como pronosticó el viejo lobo, es sobresaliente desde todo punto de vista. Su hermano Alberich fue el inglés Andrew Shore, magnífico histrión y más que solvente cantante. La japonesa Mihoko Fujimura fue una sólida Erda, quizá corta en graves, y una matizada Waltraute, mientras que Michelle Breedt, heredando el papel de la anterior, compuso una Fricka de fuste. El tenor holandés Arnold Bezuyen fue un Loge de gran intención dramática, y la soprano Edith Haller prestó su excelente voz lírica a sus varios papeles. Ralf Lukas ofreció un endeble Donner, aunque acertó con su Gunther pusilánime. El bellísimo pájaro del bosque de Robin Johannsen se engarza en la tradición que llevó a Bayreuth para esta breve parte a las mejores ligeras de cada época.
Del mejor coro del mundo nada hay que añadir.
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Mihoko Fujimura (Erda) |
La producción del octogenario dramaturgo alemán Tankred Dorst se idea en torno a que dioses y héroes, olvidados por los hombres, viven su drama en una dimensión paralela a la de estos, de manera que los personajes de la obra se mueven en escenarios contemporáneos ―un embarcadero pintado con graffiti es el collado frente al Walhall, la cueva de Fafner se sitúa bajo una carretera en construcción, el Nibelheim es una oquedad en una fábrica subterránea― compartiendo espacio con seres humanos que ignoran su presencia: sólo Wotan parece verlos. Por ejemplo, tras el asesinato de Fasolt a manos de su hermano, unos niños reproducen la escena en sus juegos: un paralelismo ―poco sutil― que apunta a que los conflictos que se exponen en el Anillo son, en realidad, también los nuestros. Si a muchos no convence este concepto general y tampoco gustan de los decorados, pese a algunas imágenes de gran impacto estético ―estupenda vista del fondo del Rin bajo la superficie del agua, agreste roca de las walkyrias, las nornas tejiendo sobre un montículo de huesos en medio de un Cosmos estrellado―, la producción contiene multitud de detalles interesantes en cuanto a la dirección actoral: Siegfried acaricia con ternura la cara de Mime tras derribarle de un mandoble, como sintiendo en el fondo la muerte de quien le ha criado; Wotan se arrodilla llorando tras sumir en sueño profundo a su hija, en humanísimo gesto; Siegfried llega a casa de Gunther ―la mansión de unos acaudalados pijos― mirando todo lo que le rodea con cómica curiosidad y modales auténticamente rústicos. Otros no lo son tanto, y por ejemplo, en el primer acto de Sigfrido, localizado en una vieja aula de escuela, la escena de la fragua queda mal resuelta: el héroe, en vez de aplicarse en la refundición de la espada de su padre, que simplemente introduce en un bidón del que salen unas llamaradas de vez en cuando, se dedica a tirar por los aires los libros de Mime y a romper una cuna para leña: expresa su ruptura con el mundo que ha conocido.
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Los dioses en El Oro del Rhin |
En el Ocaso la dirección de Dorst impone una perfecta continuidad temporal, y así Brünnhilde despide a Siegfried tras la segunda escena del prólogo y queda de espaldas a la pared rocosa que cierra la cantera que figura como la roca de las walkyrias, con los brazos apoyados en ella y con rostro preocupado; tras la escena en la sala de los gibichungos y el interludio orquestal, el telón se reabre y Brünnhilde está en la misma posición cuando entra Waltraute: esta escena es simultánea a la anterior. De la misma forma, Hagen, que ha cantado su vela sentado en las escaleras, se encuentra en la misma postura exactamente cuando comienza el segundo acto.
El final del ciclo creo que distrae la atención en exceso, aunque contiene un bello mensaje: una pareja entra del brazo, él lleva una bicicleta, se besan. Es el amor el que triunfa sobre la catástrofe.
Si el reparto cumplió con creces con lo que se espera de un solidísimo conjunto de cantantes-actores ―parecían convencidos de estar cantando el Anillo de sus vidas―, esto se debe en grandísima medida al esmero y la profesionalidad del maestro Thielemann, que más allá de sus criticados excesos agógicos y pausas caprichosas mantuvo el pulso, la unidad del concepto y la atención del público durante las casi quince horas del ciclo, con sus tempi amplios y reposados, pero cargados de tensión dramática, que recuerdan a directores de otros tiempos ―¡«Kna»!―. Intensidad y peso en la cuerda grave utilizada como cimiento del edificio orquestal, atención a la articulación, el fraseo ―siempre expansivo― y el color, cuidado en la exposición y desarrollo de los motivos conductores, mimo con los cantantes incluso si ello suponía sacrificar parte de la labor orquestal en este o aquel momento. Fue como si esta música, que uno ha escuchado tantas veces, se renovara en nuestros mismos oídos y encontráramos matices en los que nunca habíamos reparado. Los acordes finales de la última velada sonaron como el despertar de una nueva era.
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Kwangchoul Youn (Fasolt) y
Hans-Peter König (Fafner) |
El patio recibió cada salida del berlinés a escena poniéndose en pie, haciendo oír una sonorosísima ovación y un atronador pateo, símbolo del mayor reconocimiento en la vieja casa. En definitiva, una ocasión histórica. Ya se habla de que la producción podría darse un año más de lo previsto, esto es, seis ediciones que concluirían en el Festival de 2011, y que tras un año de pausa tetralógica, se prevé conmemorar el bicentenario del nacimiento de Wagner con una nueva producción. Así pues, tienen ustedes aún otras cuatro oportunidades para asistir al acontecimiento.
Hablando de la producción, este montaje escénico ideado in extremis por Tankred Dorst ―en sustitución del previsto Lars von Trier― puede no ser ni excepcional ni idóneo, aunque creo sinceramente que tiene algunas ideas buenas, pero al menos es fiel a Wagner, es decir, presenta una visión plausible del drama titulado El anillo del Nibelungo. Les recomiendo la lectura del espléndido artículo que publicó en El País del día 12 de septiembre José María Guelbenzu, quien fue a Bayreuth a ver Los maestro cantores y le dieron una memez que podría mejor titularse Los maestros pintores, paridos por la debutante bisnietísima Katharina Wagner, de la raza de los modernos provocadores sin causa. Quien escribe no vio la producción de marras, pero sí pudo sufrir allí durante cinco horas el bodrio feo y agobiante perpetrado por un amigo de ésta, el trastornado Christoph Schlingensief, con Parsifal, y siento que no puedo estar más de acuerdo con Guelbenzu: este tipo de dislates son síntoma de una profunda crisis escénica creativa ―no se crea, se «versiona»― y, en sus propias palabras:
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Wotan (Albert Dohmen) con Loge y Alberich |
«El daño no está en la irreverencia (que, por más tonta que sea, no es más que eso); el verdadero daño es que con la irreverencia se traicione la intención y el sentido con que el autor creó su obra, que eso sí es grave. Cambiar la intención del autor no es ponerlo al día ni interpretarlo en otra clave; es alterar a traición su pensamiento.»
Querría concluir estas líneas con mi recuerdo a don Ángel Fernando Mayo, que estaría tan de acuerdo con este manifiesto, y que tantas y justificadas esperanzas había depositado en la excelencia artística de Christian Thielemann ―que ha devuelto, en gran medida, «el norte musical» al Festival de Bayreuth― y en esta producción del Anillo, que finalmente no ha vivido para ver. La vida tiene esas injusticias. Vaya desde aquí mi reconocimiento a su magisterio y a su visión preclara: «Con el ojo que, como otro, me falta, tú mismo ves este uno que me quedó para ver.»
© José Alberto Pérez Díez