SENCILLAMENTE
INSUPERABLE
Los
Maestros cantores de Thielemann
Lo
primero que quiero advertir al amable lector es que no me importa
cómo sonó por la radio, yo voy a hablar de lo que pude ver y escuchar
en vivo, allí en el Festspielhaus de Bayreuth. Ya me quejé
de que lo que se oye por la radio es muy diferente de lo que allí
se escucha. Afortunadamente, la diferencia no siempre fue para mal:
las voces eran menos voluminosas, sí, pero las imperfecciones también
se oían menos y por supuesto la acústica de Bayreuth es todo lo
contrario del sonido metálico de la radio.
También
quiero dejar claro que ya tuve ocasión de ver esta producción anteriormente,
con otro director en el podio, y no me gustó prácticamente nada
del resultado. El reparto vocal también me pareció en aquella ocasión
muy mediocre.
El
público
Por
otra parte, el público de Bayreuth tiene fama de devoto y de respetuoso.
Pues bien, debo de tener la desgracia de toparme con los más estúpidos
y maleducados. El matrimonio que tenía delante a mi derecha tenía
ganas de comentar cosas durante la representación, algo que ya de
por sí es molesto, pero que lo es mucho más si el marido tiene una
voz grave que hace que Gottlob Frick parezca Heidi. Tras varios
siseos de un amigo y míos, logramos que se hiciera el silencio.
No tuvimos tanta suerte con nuestros vecinos de butaca, una pareja
adulta que resultó ser el macho y la hembra más maleducados y guarros
que he podido encontrar en un teatro.
Él
traía el libreto de Los maestros cantores de Nuremberg en
la popular edición alemana de la casa Reclam. Nada que objetar;
sería un neowagneriano que quería repasar el libreto antes de escuchar
la obra. Imagine el lector nuestra sorpresa cuando, tras empezar
el primer acto, este tipo (me resisto a llamarlo señor) saca una
lupa con linterna incorporada y empieza a leer el libreto. Y ahí
estamos mi amigo y yo, recibiendo la luz por la derecha, y tentados
de hacer sombras chinas sobre la pared. Este ente asocial aguantó
sin inmutarse nuestras miradas de odio. Estuvo dando la murga con
la linternita hasta la escena de la pradera (es decir, dos actos
y medio), con lo cual al menos pudimos acabar la obra bien.
Pero
eso no fue lo peor. La cerda (y no pienso pedir disculpas a ningún
políticamente correcto), repito, la cerda de su acompañante no sólo
se descalzó durante la velada, sino que, aprovechando que las filas
estaban escalonadas, apoyó los pies en el respaldo del asiento de
delante, de forma que la señora de delante se podría haber rascado
la cabeza con una ligera inclinación hacia atrás. Jamás había sido
testigo de semejante marranada. Y tuvo que pasar en Bayreuth. Ah,
y esta guarra se puso a tararear el “Jerum, jerum”, sin pensar que
algunos preferíamos oír a Robert Holl. Menos mal que ahí sí que
sirvieron nuestros siseos.
La
música
Dicho
esto, paso a comentar lo mejor que sucedió esa tarde del 2 de agosto
de 2002. Insisto en que mis recuerdos de esa producción no eran
buenos y que mi única esperanza de pasarlo bien era el excelente
director Christian Thielemann. Efectivamente, cuando empezó el preludio
del primer acto ya sonó la magia; una magia que siguió creciendo
con el increíble ritardando con el que Thielemann corona
la cadencia de Sol con séptima a Do, justo al final de dicho preludio,
en la última reexposición del tema de los maestros. Fue grandioso.
Me emocionó (y no fue la única vez esa tarde).
La
sorpresa siguió cuando se levantó el telón para el primer acto y
se escuchó el breve solo de viola que aparece entre las intervenciones
corales... ¡Qué ternura! Fue magnífico, puro terciopelo. Todo esto
ya acredita de sobra a la orquesta (de calidad indudable) y a Thielemann
como un soberbio director. Sin embargo, Thielemann también se nos
revela como gran director de cantantes, cuando vemos que Clemens
Biber (un cantante que nunca me llamó la atención) de repente empieza
a matizar, estimulado por el mimo con que Thielemann lo acompaña,
y nos obsequia con una estupenda explicación a Walther de cómo se
llega a ser maestro cantor.
Los
conjuntos también sonaron de fábula, tal y como se pudo escuchar
en el concertante del final del primer acto y en la fuga de la pelea
del segundo acto.
Pero
los momentos que se me han quedado grabados son tres: el quinteto,
el coro “Wach auf” y el final de la obra. La sorpresa fue sobre
todo el quinteto, dado que no deja de ser un número de solistas,
y el canto wagneriano no pasa por sus mejores momentos precisamente.
Pero en esta ocasión debo reconocer que fue idílico. Emily Magee
empezó con una nota que parecía surgir del cielo y el resto de cantantes
se unió estupendamente a ella. ¿Qué importa que a veces Dean-Smith
tuviera dificultades en las partes más difíciles si su interpretación
fue plenamente convincente? Thielemann les dejó respirar para que
pudieran frasear con comodidad y la impresión dramático-musical
que dejó fue grandiosa. El “Wach auf” fue sencillamente perfecto.
En cuanto al final, el único “pero” que se le puede poner es que
las trompetas en escena sonaban demasiado descompensadas respecto
del sonido del foso. Pero, por lo demás, el resultado fue óptimo.
Coro, solistas y orquesta sonaron como un todo y transmitieron el
mensaje de paz artística que conlleva esta “comedia humana” de Wagner.
El antecesor de Thielemann en esta producción jamás logro siquiera
sincronizar al coro y a la orquesta, no digamos ya de expresar algún
sentimiento.
Quisiera
mencionar dos “marcas de fábrica” de Christian Thielemann que ha
ido repetido en estas tres temporadas que ha dirigido Maestros
cantores. Una de ellas es la retención de tempo que el director
berlinés hace en la arenga de Sachs, justo tras la palabra “Reich”
en el verso “das heil’ge römsche Reich”. De esta forma, Robert Holl
alarga la palabra “Reich” y luego respira cómodamente (ya que Thielemann
retiene también a la orquesta, respirando con Holl), para luego
seguir con el siguiente verso sin problemas. Esto también afecta
a la interpretación de esta arenga. Así pues, mientras algunos toman
esa arenga por una burda exaltación patriotera y otros (como el
ex-director de esta producción) aceleran el tempo para ridiculizarla
desde la propia música, con la pausa mencionada, Thielemann nos
parece indicar que los versos cantados (“Y si dais vuestro favor
a su hacer,/ aunque se disipara como el humo/ el Sacro Imperio Germánico”)
son –como dijo Ángel-Fernando Mayo, hablando de la versión de Knappertsbusch–
una reflexión histórica; y también una defensa del ideal artístico,
separado de los enredos politiqueros. Esta distinción es algo que
Thielemann lleva dentro (“¿Qué tiene que ver un Do sostenido menor
con el fascismo?”, declaró a un periodista inglés).
La
segunda “marca de fábrica” de Thielemann es la licencia que se permite
con la última nota del coro, alargándola de forma espectacular hasta
que los violines acaban con sus figuras descendentes, durante la
coda. Es verdad que la nota escrita en la partitura es muchísimo
más breve, pero a Thielemann no le suena circense, sino que encaja
perfectamente en el drama, como expresión de aclamación popular
hacia el maestro zapatero.
En
cuanto a los cantantes, mi sorpresa fue total. Robert Holl me pareció
anteriormente una voz leñosa y de timbre poco grato; pues bien,
con Thielemann su voz me pareció cálida y su interpretación, logradísima.
También Robert Dean-Smith, que me pareció forzado y chillón hace
unos años, hizo un retrato de Walther muy logrado, con una buena
línea de canto (aun sin llegar a las excelencias de otro cantante
actual que lo supera en este papel). Michelle Breedt hizo una excelente
Magdalene y Emily Magee una conmovedora Eva. Andreas Schmidt no
está pasando por un buen momento vocal, pero trató de usar sus actuales
limitaciones para caracterizar (con la ayuda de Thielemann) mejor
su personaje y en general el resultado fue también muy bueno. Mención
especial merecen los protagonistas por su actuación en el quinteto,
que me pareció sublime. El coro y la orquesa, como siempre, fenomenales.
Resulta
paradójico que me decidiera a esperar para pedir autógrafos y felicitar
a los cantantes de la producción que, bajo otra batuta, me parecieron
tan mediocres. Pero es lo que diferencia una buena dirección de
una mala.
La
escena
Aquí
me sucedió algo parecido a lo que me pasó con la música. Con el
anterior director, la escena me pareció acartonada, aburrida y pobre.
Ahora (quizá también por comparación con el grotesco espectáculo
de Kupfer en el Teatro Real el año pasado) debo reconocer que la
producción me pareció adecuada, muy simpática en numerosas ocasiones
y sobre todo fiel al espíritu de la obra. Se veía aquí una comedia.
Todos nos desvivíamos por la relación amorosa entre Walther y Eva,
sufríamos por los intentos de Walther para aprobar el examen, reflexionábamos
con Hans Sachs sobre la naturaleza del ser humano y también aprendíamos
esa doctrina de la renuncia que parte de la dignidad y del reconocimiento
de lo que se es y a lo que se puede aspirar, esto es, de la humildad.
Los
escenarios ambientan suficientemente la acción, siempre con un medio
globo terráqueo de fondo, sobre el que se proyectan imágenes: el
fondo de una iglesia en el primer acto, los tejados (de Nuremberg)
y la luna en el segundo, y un enorme y precioso árbol en la escena
de la pradera. La escena del principio del tercer acto, en la cabaña
de Sachs, me parece notablemente fea: un interior prácticamente
vacío (sólo una mesa y unas sillas) con paredes sin nada, todo de
color blanco y con una luz blanca que resulta cegadora y molesta.
En cambio, la siguiente escena, en la pradera, es la más bella de
todas, con ese árbol proyectado sobre el globo terráqueo.
La
dirección de actores tiende un poco a la caricatura, aunque sin
llegar a resultar ridícula, lo cual me parece bien en una comedia.
Reforzada por una dirección musical que cree en la obra, esta escena
es un buen complemento a la idea de la comedia humana que Wagner
quiso hacer. Pese a todo, Wolfgang Wagner cree en su abuelo y quizá
esta obra sea la que mejor ha resuelto siempre.
Conclusión
El
público se entregó a las ovaciones durante 20 minutos para esta
producción, que se veía por última vez este año. Sinceramente, me
pareció poco tiempo. La labor de todos se mereció muchísimo más.
Incluso Wolfgang Wagner recibió aplausos generalizados y ningún
abucheo. Los cantantes fueron ovacionados, sobre todo Robert Dean-Smith
y Robert Holl. Aunque los verdaderos “premiados” por el público
fueron el coro, con su director (Eberhard Friedrich), y Christian
Thielemann, que así parece haber sobrevivido a los intentos de acabar
con su carrera con difamaciones interesadas.
No
logro entender algunas reacciones muy frías de ciertos sectores
de la crítica, respecto de estos Maestros cantores. Yo he
estado en Bayreuth en varias ocasiones. He podido asistir ya a prácticamente
todas las obras de Wagner allí. Y tuve la suerte de ver el Tristán
de Barenboim/Müller, con Jerusalem y Meier. Aquella vez pensé que
no podría oír nada mejor. Pero...cuán equivocado estaba. El Tristán
de Barenboim logró electrizarme, uno notaba erizarse el vello en
la nuca, pero no conmovía; yo pensaba que es que en directo lograr
eso era imposible. Pero no. Estos Maestros cantores lograron
emocionarme hasta lo indecible. Estos Maestros han sido la
mejor experiencia artística de mi vida, por ahora, y sólo de pensar
que algo o alguien pueda mejorarlo me hace anhelar ese momento.
Recuerdo
que salí de allí con mi amigo, paseando, hasta que me atreví a decir,
con suma incredulidad: “No nos estamos equivocando, ¿verdad? Parece
increíble, pero... ¡ha salido perfecto!”.
Creo
que no hace falta decir más.
Germán
Rodríguez
Septiembre
2002
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