Madrid,
7, 10, 13 y 15 de julio de 2003. Festival de Verano. Teatro Real
de Madrid. Richard Wagner: Der Fliegende Holländer. Dirección
escéncia de Harry Kupfer; escenografía de Hans Schavernoch;
figurinista Buki Schiff; Iluminador: Franz Peter David. Alexander
Vinogradov (Daland), Susan Anthony (Senta),
Peter Seiffert (13/15) y Stephan Rügamer (7/10) (Erik),
Mette Ejsing (Mary), Pavol Breslik (El Timonel
de Daland), Wolfgang Brendel (El Holandés). Coro de la Deutsche
Staatsoper Unter den Linden de Berlín (Director: Eberhard Friedrich).
Daniel Barenboim, director musical.
El
abajo firmante asistió afortunadamente a las dos representaciones
finales. Según he sabido por otros aficionados, la primera estuvo
a un nivel muy bajo, mejorándose en la segunda el tono general,
y consolidándose en una buena función al tercer día. Además, en
las dos primeras funciones falló el anunciado Peter Seiffert en
el papel de Erik, siendo sustituido por Stephan Rügamer, establecido
y sólido secundario “de la casa”, a quien ya vimos en todos los
anteriores Festivales de Verano, en papeles como el pastorcillo
en “Tristán e Isolda”, David en “Los Maestros Cantores” o Walther
von der Vogelweide en “Tannhäuser”.
El
reparto fue francamente muy mejorable, aunque en momentos muy puntuales
formaran un conjunto homogéneo (eso sí) y concertado. Como siempre,
vayamos por partes.
Lo
peor, sin duda, fue el absurdo Daland del barítono -y poco más-
ruso Alexander Vinogradov, que de bajo negro tiene lo que
Florence Foster-Jenkins de soprano dramática. De voz tremolante,
color muy claro, apenas baritonal, naufragando estrepitosamente
en un papel destinado para un bajo auténtico, y desposeyendo al
personaje de todos esos tintes de comicidad sana que debería poseer,
convertido tan solo en una suerte de avaricioso a quien su hija
se le da un ardite.
La
célebre aria del segundo acto, que comienza con “Mögst du, mein
Kind”, le quedó aburridísima.
La
Senta de Susan Anthony se resume en una sola palabra: inadecuada.
El papel le quedaba grande por todas partes. La balada, en lo que
creo que fue la tesitura transportada a Sol menor que se suele cantar
(no la original más aguda en La menor), fue una narración sin pulso
ni interés, cuando debería mantener al público al borde de su butaca
en expectación ante el relato de las vicisitudes del condenado Holandés.
La
voz de esta soprano estadounidense, nacida en Michigan, es puro
grito en el agudo y opaca en el grave. El personaje de Senta, que
es más difícil de lo que puede parecer en un principio, no quedó
servido a su altura.
Pese
a todo, se entregó a fondo en todas las representaciones, con riesgo
para lo que le queda de voz, por lo que fue aclamada estrepitosamente
por el público madrileño.
Sobre
todos ellos destaca el magnífico Erik de Peter Seiffert,
nacido en Düsseldorf, y que ha mantenido una brillante trayectoria
durante una ya considerablemente larga carrera. Es un tenor netamente
lírico, de voz ancha, con un timbre, si no personal, muy bello.
Frasea con delicadeza y plenitud de matices, como corresponde a
quien tiene que ser un consumado liederista. En este desagradecido
papel, de corte aún muy tradicional en Wagner, el tenor sólo tiene
oportunidad de cierto lucimiento en su breve cavatina del tercer
acto, una página algo desangelada siempre que no la cante un tenor
de primera fila. En este caso Seiffert la despachó con un consumado
lirismo y estilo, alcanzando una de las –escasas- cumbres de la
representación. En su dúo con Senta estuvo pletórico, con gran teatralidad
y expresión, contraviniendo la frecuente opinión de algunos críticos
de que tiende a ser un poco “poste”, a no actuar los personajes.
Podríamos
decir que fue lo mejor de la función, junto con la Mary de la contralto
Mette Ejsing, de presencia imponente y voz de un color muy
oscuro, manejada con sabiduría y estilo. Claro que el papel es cortísimo.
Esta señora tiene por fuerza que ser una magnífica Erda.
Olvidable,
pero sin indignidad, el Timonel de Pavol Breslik, de voz
luminosa y agudo fácil, lo que se agradece.
El
Holandés de Wolfgang Brendel lo podemos caracterizar así:
una pena. Entiéndanme bien: posee una voz muy grande, sin problemas
en el agudo, y una presencia escénica muy notable, especialmente
ahora, que ha perdido peso y ha decidido caminar erguido (juro por
la lanza de Wotan que era un Sachs corcovado). A su voz sólo le
pongo una pega: es un barítono, por lo que las frecuentes frases
graves del Holandés le quedaban deslucidas.
La
pena está en que no se ha molestado en estudiar el personaje. Olvidemos
algunas notas estrepitosamente desafinadas, alguna equivocación
en el texto o alguna entrada a destiempo, la pena estuvo en que
no matizó el personaje nada. Expresividad nula. Frases en
mezzoforte continuo, cara de cabreo y algún revolcón ocasional
por el suelo. Eso fue todo.
Como
digo, una pena; creo que con sus mismas facultades se podía haber
hecho algo mucho mejor a poco interés que le hubiera puesto.
De
nuevo, inmerecidas ovaciones del público.
La
dirección de Daniel Barenboim me gustó mucho; de gran potencia,
impulsando el drama hacia delante, muy dinámica y expresiva. La
obertura fue arrasadoramente marítima, muy bien estructurada y llevada
por el maestro nacionalizado español. Si bien la orquesta, como
siempre, vino de vacaciones a Madrid, con todo lo que eso significa:
errores de precisión, pifias del metal, algún que otro desajuste
puntual... Se les perdona por la tónica general.
No
comparto con él la decisión de mutilar el final de la obertura y
de la obra, sustituyendo el bellísimo tema de la “redención por
el amor” por el final de la versión primigenia. Pero claro, todo
sea por no contravenir los dictados de Harry Kupfer, como veremos
ahora: con el tema de la “redención por el amor” se vendría abajo
la propuesta escénica al completo.
Kupfer
propone que todo el drama es una imaginación, un desvarío de la
pobre mente atormentada de Senta, obsesionada hasta la locura con
la figura mítica del Holandés Errante. Ésta, se encuentra durante
toda la función encaramada a una escalera de caracol en mitad del
escenario, un objeto inmóvil en todo el transcurso de la obra.
¿Les
suena? Sí, efectivamente, se trata de la idea que ya expuso en Bayreuth
desde 1978 a 1984, y que se grabó en vídeo.
En
este caso el Holandés no sale entre las dos manos gigantescas que
formaban la quilla de su barco en Bayreuth, sino encaramado peligrosamente
al bauprés de su navío, el palo grueso y horizontal dispuesto en
la proa, bajo el que se situaba el mascarón. Brendel se veía frecuentemente
en apuros, preocupándose más de asirse a los cabos del palo que
de cantar.
Me
niego a darle más relevancia a la estúpida idea de que lo que en
Bayreuth era vaginal –las manos de la quilla- aquí es fálico –el
bauprés-. Eso es crítica teatral barata: en cuanto alguien saca
a escena una torre, un mástil o una columna, llega un crítico “enterado”
y dice: “fálico” o “símbolo de la tiranía masculina” o “símbolo
priápico”. En fin.
Toda
la narración escénica está construida sobre la sala de estar de
la casa de Daland, donde Senta, asida en todo momento a un retrato
del Holandés tamaño folio, imagina el encuentro del condenado con
su padre Daland, que en el acto siguiente llega a casa con un pretendiente:
una figura vestida de negro que no es el Holandés, aunque ella imagina
cómo sería que lo fuera. La figura del pretendiente abandona enfadada
la escena durante el dúo entre los dos protagonistas, pero volverá
después con el padre de Senta para afirmar su compromiso. A continuación,
la muchacha imagina toda la escena de los marineros y después, estando
la escena de nuevo en la casa de Daland, Erik llega a pedirla explicaciones
sobre su compromiso con el extraño.
Al
final de la ópera (que ésta sí lo es), Senta imagina los reproches
del Holandés ante un atónito Erik, que no ve en ningún momento el
palo con el vagabundo de los mares encima. Sube por la escalera
sin que nadie la detenga, abre una ventana y se tira, apareciendo
estrellada contra el suelo al momento siguiente.
En
un artículo-entrevista adjunto en el programa de mano gratuito del
teatro, una especie de “manual de instrucciones” para la producción,
Kupfer la explica y llega a tejer un paralelismo bastante dudoso
entre Senta y la Seeräuber Jenny de Die Dreigroschenoper
(“la pirata Jenny”, una prostituta en “La ópera de tres peniques”
o de dos duros, como quieran), de Kurt Weill y Berthold Brecht.
La
escena del puerto en el tercer acto de “El holandés errante”, con
sus marineros y la tripulación espectral trastocando la normalidad
de Sandwike, tendría su correspondencia en la balada de Jenny (que
canta Polly Peachum, recordando el canto de la prostituta), en la
que imagina que unos piratas llegan a la ciudad y la preguntan a
quién deben matar: “Alle!” (“¡a todos!”), responde ella.
Bueno,
al menos Kupfer ha leído a Brecht. Es un consuelo.
Wagner
dijo “Kinder, macht Neues!”, que se podría traducir como “¡Muchachos,
haced algo nuevo!”, una frase que ha sido utilizada como estandarte
por los directores escénicos que se tienen por modernos. Esta producción,
queda claro, no es nada nuevo bajo el sol.
De
todas formas, sí me pareció bastante conseguida la iluminación de
toda la obra en general, aunque la escena de los aparecidos en el
tercer acto llegara a ser molesta, con unos fogonazos cegadores
dirigidos contra el público.
Las
dos funciones que yo vi, pese a todos sus errores, llegaban a ser
disfrutables, a un nivel bastante alto, sobre todo para el que estamos
acostumbrados a recibir en nuestro Teatro Real.
José
Alberto Pérez
Agosto
2003
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