Anillo
de oro chapado
Tras tres temporadas
consecutivas, la producción de El Anillo del Nibelungo en
el Teatro Real ha llegado a su fin. El telón ha caído sobre la ruina
de los dioses y amanece un mundo nuevo, sin demasiadas expectativas
esperanzadoras –al menos no artísticas–.
Como ya he dicho
en anteriores ocasiones, el Anillo es una de las cumbres
de la cultura occidental, una de las obras de arte de mayores dimensiones
que nunca ha llevado a término un solo artista. Su duración completa
–unas quince horas de música–, su complejidad argumenta e interpretativa,
sus enormes exigencias técnicas, convierten a esta Tetralogía en
la prueba definitiva para evaluar la solvencia de un teatro lírico.
En conjunto
no podemos hablar de resultados satisfactorios, aunque indudablemente
ha habido participaciones y detalles interesantes. Sin duda la jornada
con más relevancia fue La Walkyria, pasando por un insulso
Sigfrido, un Oro del Rin decepcionante y un Ocaso
de los dioses para olvidar.
Desde el punto
de vista estrictamente vocal, este Anillo ha tenido, en general,
cantantes rondando la mediocridad. Exceptuando los casos que nombraré
inmediatamente, el nivel vocal ha sido bastante bajo.
Primeramente
hay que resaltar la meritoria actuación del estadounidense Alan
Titus, que con sus poderosos medios vocales y su evidente profesionalidad,
compuso un Wotan para guardar en la memoria. De sus deficiencias
ya he hablado mucho en otros artículos. Sí, su voz es excesivamente
nasal, su emisión no es del todo limpia, su zona grave es muy limitada
y sus formas expresivas son, digamos, peculiares. Pero todo esto
queda ensombrecido por la honestidad de un gran artista, que ha
sabido en unos años colocarse en la primera fila de la maltrecha
comunidad de cantantes wagnerianos, convirtiéndose en el único Wotan
presentable que podemos hoy encontrar.
En el Oro
disfrutamos de algunas figuras dignas de mención. El bajo danés
Stephen Milling fue toda una sorpresa, saliendo del virtual
anonimato para componer un imponente Fasolt. La moscovita Elena
Zaremba, una de esas voces rotundas y oscuras que sigue produciendo
la mejor tradición rusa, fue una Fricka soberbia. Como Erda tuvimos
la ocasión de ver, seguramente, una de las últimas apariciones de
Hanna Schwarz en escena, que a pesar de sus muchos años y
una inestabilidad evidente en la voz, logró revivir magníficamente
el papel de la Madre Tierra, confirmando su puesto como leyenda
del canto de los últimos decenios.
Tal vez convenga
recordar también a Hartmut Welker con su Alberich profesional,
pero cantado con esa voz destemplada y ajada, que a mí, sinceramente,
no me gusta.
En Walkyria
pudimos ver a la gran Waltraud Meier en uno de sus papeles
más queridos, Sieglinde, demostrando todo de lo que es capaz esta
leyenda nacida en Würzburg. Si bien su voz no ha sido nunca especialmente
bella, una técnica impecable y unas monumentales dotes histriónicas
le han convertido en la mejor artista de su generación, la digna
heredera de esa gran trágica que fue Martha Mödl.
Nuestro compatriota
Plácido Domingo, como tal vez era previsible, vino, vio y
venció. A mí –lo he dicho en múltiples ocasiones– nunca me ha gustado
en el repertorio alemán. Fue un gran Cavaradossi o Canio, incluso
un buen Otello, pero saliendo del gran repertorio tradicional italiano,
naufraga estrepitosamente a la hora de afrontar la sutileza y la
sobriedad que requieren otro tipo de obras. Uno de sus puntos débiles
es, sin duda, el manejo de cualquier idioma distinto del español
y del italiano –sólo hay que escucharle expresarse en un deplorable
inglés o cantar en un alemán lleno de faltas para darse cuenta de
ello–. Si la voz sigue teniendo un timbre bello, y el color oscuro
que los años han producido tiene cierto atractivo, sus graves son
falsos y engolados, y los escasos agudos a los que se enfrenta –en
Walkyria no es que sean muchos que digamos– le ponen nervioso
y le salen o no, dependiendo del día.
Ljoba Braun
fue una Fricka notable, que no sobresaliente, aunque sus problemas
son más de materia prima que de escuela o experiencia: su volumen
vocal es alarmantemente escaso, y no siempre está acertada como
actriz.
Ya en Ocaso
nos encontramos con el imponente Eric Halfvarson, que como
ya dije fue casi lo único salvable de aquel reparto, junto a la
Primera Norna de Elena Zhidkova.
Frente a la
irrelevancia de nombrar a otros participantes, creo obligado recordar
a Luana DeVol, una de las peores voces que he oído en mi vida, que
incomprensiblemente sigue siendo contratada en todos los teatros
del mundo como primera figura. Sin ir más lejos, presentada ya la
temporada próxima del Teatro Real, sabemos que vendrá a cobrar su
sueldo como la Tintorera –no puedo decir cantar o interpretar– en
la producción que el año que viene veremos de La mujer sin sombra
straussiana, en lo que será el estreno –casi 100 años después de
su composición– de la obra en Madrid.
Sobre la dirección
musical de Peter Schneider no tengo mucho que añadir. Sólo
espero no tener que verle mucho más. Venir a Madrid de vacaciones
cobrando un sueldo debe de estar bastante bien, sobre todo si lo
único que tiene que hacer uno es asistir a una serie de representaciones
desde el privilegiado puesto del director de orquesta y ver cómo
los músicos –la desacertadísima Sinfónica de Madrid– se aburren
a sí mismos tocando una música en la que se te supone experto. Como
ya dije, confirmación para la masa ignorante de que Wagner es en
realidad un tostón.
De Willy
Decker juro haber visto buenas cosas. Recuerdo su prodigioso
Peter Grimes en el Real –producción del teatro de La Monnaie–
o un grandioso Billy Budd en el Liceu. La escenografía casi
cubista de Peter Grimes, que resolvía con imaginación los
retos técnicos propuestos por Benjamin Britten y su libretista Montagu
Slater, ha sido un éxito mundial, y será llevada este año a la Royal
Opera House de Londres, con un reparto de ensueño encabezado por
Ben Heppner –que, estoy seguro, llegará a las mismas cotas sublimes
que su predecesor en el papel: Jon Vickers–. Su producción de Billy
Budd entra dentro de la línea, podríamos decir, clásica, respetando
los vestuarios originales de la Marina británica y con unos decorados,
si no espectaculares, sí cumpliendo su función.
No entiendo
cómo un hombre de teatro como Decker ha sido capaz de tomar una
obra tan dramática como el Anillo y convertirla en una farsa.
Una verdadera pena.
Para más detalles
sobre cada una de las jornadas individuales me remito a lo dicho
en “postoperatorios” anteriores.
¿Cuándo volveremos
a ver un Anillo en Madrid? Atendiendo a la rumorología a
la que es tan proclive el ambiente operístico, existiría el proyecto
de reponer esta misma producción en algún momento, en los próximos
años. No sé qué hay de cierto en ello; la temporada próxima ya se
ha presentado y nada se dice sobre el particular. Sí que veremos
un Lohengrin con Peter Seiffert y Waltraud Meier, aunque
como ya anuncié en otro artículo, no habrá Festival de Verano con
Barenboim, por decisión de los nuevos responsables de la Comunidad
de Madrid, que juzgan demasiado caro el importar una compañía de
ópera completa, aunque traigan espectáculos de un nivel muy alto
–casi lo mejor que hemos visto por aquí–.
Sin embargo,
el final de este Anillo ha quedado irremisiblemente empañado
por los trágicos sucesos que vivimos hace unas semanas en esta ciudad.
Madrid se levantó el 11 de marzo con el horror metido en los huesos,
impactado y sin ánimos de seguir adelante. Se les arrebató la vida
a 200 personas inocentes que iban a trabajar por la mañana: una
mañana cualquiera, una mañana de jueves como cualquier otra. Les
tocó por azar: cualquiera podía haber ido en esos trenes.
Tras la conmoción
vino la respuesta, la ejemplar respuesta de todo el pueblo de España,
puesto en pie en desafío a los que quieren arruinar lo que entre
todos y con esfuerzo hemos conseguido construir. Las manifestaciones
emocionadas por las calles de todas nuestras ciudades y pueblos,
la serenidad frente a la rabia de todas nuestras gentes, la lección
democrática que todos dictamos en esas elecciones generales.
Que el teatro,
la música, esta ópera nuestra que nos hace vibrar y emocionarnos,
o a veces perder los nervios, la palabra y la melodía... el Arte,
en definitiva, nos sirvan a todos para encontrar el camino de ese
nuevo mundo esperanzador del que se nos muestran los primeros acordes
al caer el telón sobre El ocaso de los dioses.
© José Alberto Pérez
Abril
2004
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