Metamorfosis Dominical en Viernes Santo
Richard Wagner, Parsifal. Plácido Domingo (Parsifal), Violeta Urmana (Kundry), Matti Salimen (Gurnemanz), Bo Skovhus (Amfortas), Theo Adam (Titurel), Sergei Leiferkus (Klingsor), Francisco Vas (Primer caballero del Grial), Taras Konoshchenko (Segundo caballero del Grial), Raquela Sheeran (Primer escudero), Heidi Vanderford (Segundo escudero), Jordi Casanova (Tercer escudero), Vicenç Esteve Madrid (Cuarto escudero), María Rodríguez, Raquela Sheeran, Heidi Vanderford, Sandra Pastrana, Assumpta Mateu, Francisca Beaumont (Muchachas encantadas de Klingsor), Francisca Beaumont (Una voz desde lo alto). Coro y Orquesta Sinfónica del Gran Teatro del Liceo. Coro de cámara del Palau de la Música Catalana. Producción de la Lyric Opera de Chicago. Dirección escénica: Nikolaus Lehnhoff. Dirección musical: Sebastian Weigle. Barcelona, 4 de febrero de 2005.
El renacido y feníceo Gran Teatro del Liceo de Barcelona, heredero de una de las tradiciones musicales más añejas y respetadas de Europa, acogió por fin el regreso a las tablas del postrer drama musical de Richard Wagner tras su reapertura en 1999, una vez concluidas las obras de reconstrucción después del incendio que destruyó el escenario y la centenaria sala, en aquella triste mañana del 31 de enero de 1994.
La justificación del título de esta reseña, como se verá, está en lo inesperado y extraordinario de lo que allí se pudo escuchar y ver. El abajo firmante acudió al Liceo con una cierta idea de lo que depararía la función, creyendo que iba a encontrar unos ciertos valores seguros, valga la expresión bursátil. Quiso el devenir de las cosas —que todo lo trueca— que la idea inicial se viera misteriosamente invertida al cabo de la representación. Pero no adelantemos la conclusión más de lo necesario, y expliquemos en detalle en qué consistió la mayúscula sorpresa de los asistentes.
Fue este un Parsifal abotargado en lo escénico, debido a una fea producción procedente de la Lyric Opera de Chicago y firmada por Nikolaus Lehnhoff, cuyo trabajo no había tenido ocasión de contemplar y juzgar. La impresión principal que me causó el conjunto de puesta en escena y movimiento de personajes es de inadecuación con la obra. Entiéndaseme bien: la causa no está en que sea, como se dice cuando mal se generaliza, una producción “moderna”. En absoluto. Soy de la opinión de que hoy en día no gustaríamos favorablemente de los telones pintados y el cartón-piedra de antaño, pero creo firmemente que siempre se puede desarrollar una propuesta inteligente, bella y, sobre todo, respetuosa con la intención dramática del autor, sin recurrir al truco barato, la provocación gratuita o el feísmo habitual y ubicuo en todos los teatros operísticos del mundo. Y es en esto último en lo que esta producción naufraga estrepitosamente. ¿Por qué se lleva lo feo? ¿Por qué trocar el verde y rumoroso bosque pirenaico en un infausto pedregal gris? Más allá de la idea que el director de escena quiera hacer llegar al público —que, como diré más tarde, es de dudosa legitimidad—, está la escasa relevancia estética de escenografía y vestuarios, discordantes con la obra y plásticamente desagradables.
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Escena del "templo". Sillas adheridas a la pared y Titurel asomando desde un agujero |
Para que el lector se sitúe, el decorado no cambia prácticamente a lo largo de la obra, excepto durante la breve escena inicial del segundo acto, en la que la torre mágica de Klingsor se torna pelvis huesuda proyectada sobre un telón que cubre la embocadura del escenario. Es el momento de mayor interés de esta producción, en el que Klingsor, ataviado con un indescriptible traje multicolor, entabla diálogo con Kundry, que aparece iluminada cenitalmente, sumida en un foso circular en medio del escenario. El resto de la acción toma su lugar en el citado pedregal, limitado por una superficie que se curva hacia el foro, y que presenta una abertura en su centro a modo de puerta por la que circula el coro de caballeros en su entrada al —ausente— templo. Un detalle curioso: se observan multitud de sillas adheridas a la prominente curvatura del decorado que recuerdan a aquellas que contemplamos en el Anillo madrileño de Willy Decker: ¿será una obsesión general en los escenógrafos actuales? Las escenas de transformación no son tales, sino que se limitan, como mucho, a algún cambio de luz o de algún elemento escénico ( exempli gratia, el giro de una roca en el foro durante el primer interludio entre el bosque y el templo). En el tercer acto se añade una desvencijada vía férrea por la que circulará al final el séquito que Lehnhoff propone como conclusión. Amfortas, curado de su herida (lo dice el texto cantado), muere en brazos de Parsifal, que a continuación renuncia a la corona explícitamente dejándola sobre el cadáver de Titurel. La redimida Kundry no muere, sino que inicia un viaje —suponemos— espiritual a través de las vías de tren, en el que es seguido por Parsifal y algunos de los caballeros, en una ordenada fila que avanza lentamente por las mohosas traviesas de madera. Esto, que en otra obra puede resultar interesante e incluso admito que en esta producción misma puede tener un cierto atractivo plástico, en Parsifal no deja de chocar frontalmente con el concepto wagneriano: Kundry, condenada a vivir eternamente, puede encontrar sólo su salvación en la muerte anhelada; Amfortas, que nunca deseó ser rey del Grial y cuya herencia lamenta repetidamente, sólo encuentra su felicidad en ser curado de su pecado y en su relevo del ejercicio del poder —¿el fracaso de la monarquía hereditaria?— ; y, en fin, Parsifal comprende el significado de la compasión, del dolerse con el sufrimiento ajeno, abandona su estado de inocente ignorancia y asume su obligación —transformación a la madurez plena—, tomando la corona, sabiéndose el elegido para el puesto. La idea de Lehnhoff, como se ve, no demuestra demasiada comprensión de la obra que vino a servir.
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Las muchachas encantadas de Klingsor |
El vestuario es tan feo como el restante feo conjunto. No sé si abstenerme por pudor de iniciar aquí una planeada crónica bufa del destartalado desfile de modas que pudimos contemplar con desapasionamiento en el Liceo. En el primer acto, Parsifal viste un disfraz terroso de cuero, con falda decorada, camisa de flecos y trenzas en la cabellera que parece enteramente sacado de las páginas de El último mohicano de James Fenimore Cooper. En el tercero cambiará ese atuendo de indio Delaware por una discordante armadura negra que nos recuerda a los samuráis japoneses de Akira Kurosawa. Kundry varía entre el aspecto punk a lo Nina Hagen en el primero, y el parecido con el Boris Karloff de La momia en el tercero (vendada de pies a cabeza), pasando por una suerte de cupletista emplumada alla Celia Gámez en la seducción del segundo (¿El famoso “Molino Rojo” de Barcelona?). El Amfortas de esta producción sólo puede describirse en breve como un leproso a quien nadie quiere acercarse. Titurel aparece embutido en un traje dorado con una máscara esquelética que recuerda al villano de los “Masters del Universo”. Y así más o menos todos, excepto Gurnemanz, convenientemente ataviado con una larga túnica blanca de cuello vuelto. Abandonando por fin los derroteros de esta jocosa producción, adentrémonos en lo que dieron de sí las prestaciones musicales de la velada. Analizando a vuelo de pluma los conjuntos orquestales y corales, podemos reseñar que cumplieron discretamente y que, salvando algunos soporíferos momentos del acto inicial, llegaron a tener verdaderas venas de inspiración, logrando cerrar la noche con algo más que dignidad. Desde luego esta orquesta del Liceo ha mejorado sustancialmente en los breves años que distan desde la reapertura, y ahora se muestra más segura de sí misma y más eficiente en la ejecución. Los coros no llegan ni de lejos a poder compararse con el legendario Coro del Liceo que otrora preparara el excelente maestro Romano Gandolfi. Sin embargo, y sobrepasando las limitaciones impuestas por la infortunada producción, de características acústicas muy inadecuadas (el plano curvo agujereado no funciona en absoluto como resonador, y las voces se pierden), cumplieron adecuadamente con la partitura. Un detalle a resaltar: la afortunada ausencia de trucos megafónicos para los coros (en contra de lo que lamentablemente ocurrió hace años en el Teatro Real de Madrid). Los caballeros en escena (tenores y bajos), los escuderos elevados y fuera de ella (tenores y contraltos), y los muchachos (sopranos) en lo alto del teatro, detrás del techo de la sala, produciendo un efecto sonoro incomparable. El director musical Sebastian Weigle, próximo debutante en Bayreuth, comenzó con un preludio deslavazado y sin suficiente tensión, ofreciendo un primer acto ciertamente aburrido. Mejoró en el segundo acto, con una escena de las muchachas-flor muy animada (demasiadas muchachas en el coro), y un dúo bastante cargado en lo dramático, supongo que en virtud de la excelente compenetración entre los protagonistas, Urmana y Domingo, que ya han sido emparejados en estos mismos papeles en otros teatros (el Met de Nueva York o el Mariinski de San Petersburgo, por ejemplo). El tercero llegó a momentos de gran emoción y expresividad. Weigle es lo que podríamos catalogar como solvente y profesional kapellmeister, que tal vez en el correr del tiempo llegue a ser un gran director, aunque de momento no lo sea.
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El extraño Titurel de esta producción |
El reparto era, en principio, lo más prometedor. Sobre el papel aquello llamaba la atención del melómano, e invitaba a iniciar viaje a Barcelona para asistir a lo que podía ser una gran noche.
Violeta Urmana, la gran mezzo de Lituania y distinguida discípula de Astrid Varnay, es una de las grandes traductoras del problemático papel de Kundry que existen hoy en día. Lo ha paseado por medio mundo, incluyendo tres visitas estivales a Bayreuth, y es uno de los pilares de su repertorio actual. Su adecuación a la tesitura híbrida entre soprano dramática y mezzosoprano, y su larga y exitosa experiencia en él, auguraban un triunfo que fue tal (desbordadas y merecidas ovaciones del agradecido público barcelonés, más los visitantes), pero sin duda yo esperaba un punto más. No es que me defraudara —en absoluto; su intervención fue impecable—, pero yo iba predispuesto a lo absoluto, a lo excepcional, y tan solo contemplé lo muy bueno. Quizá la razón esté en el insulso y poco imaginativo movimiento de actores, en las desgraciadas carencias acústicas de una escenografía que no está pensada para acoger voces, o simplemente en la reserva de Urmana a cantar en plenitud, quedándole un buen número de funciones por delante.
Matti Salminen, el gigante de Turku, estaba por mala fortuna aquejado de alguna afección vocal, y no estuvo muy fino, aunque lo dio todo en el tercer acto, y eso —la infrecuente entrega profesional— es algo que el espectador debe valorar en todo caso. No admite comparación consigo mismo en el Parsifal del Teatro Real en 2001, en el que toda ponderación quedó corta. Una lástima. De todas formas, un Salminen enfermo es hoy preferible casi a cualquier otro cantante de los que se enfrentan al papel. Según informes fiables, en sucesivas funciones recuperó su aliento habitual y llegó a sustituir majestuosamente al bajo del segundo reparto, Kristinn Sigmundsson, aquejado de alguna indisposición vocal, durante un tercer acto. Eterna y agradecida alabanza al gran Salminen. El Amfortas de Bo Skovhus, esbelto y apuesto Billy Budd en el Liceo hace no mucho, es claramente insuficiente. Su bella voz de barítono lírico queda velada por las profundidades vocales del herido rey del Grial, faltándole peso y contundencia en todo el registro grave. Además su agradable presencia escénica, como dije, queda sepultada bajo el disfraz de leprosería que es obligado a llevar.
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Un Parsifal vestido de mohicano vence a Klingsor desplomado a la derecha de la imagen) |
Sergei Leiferkus, a quien no veía desde hacía años (excepcional Rangoni en el Boris Godunov del Covent Garden londinense en 2003), estuvo a la altura de lo esperado, y despachó el papel del endiablado brujo con tablas y profesionalidad. La presencia anecdótica del prácticamente octogenario Theo Adam (nacido en agosto de 1926), recio Wotan de los sesenta y setenta, se queda en la mera curiosidad por la brevedad de la parte y el estado —por lógica— lamentable de su voz. Como no salió a saludar, ni siquiera pudimos verle la cara, tapada en escena por la dichosa máscara. La sorpresa adelantada al comienzo de esta reseña vino de Plácido Domingo, quien, a sus sesenta y cuatro años de vida, ha logrado un dominio admirable del personaje de Parsifal. Si olvidamos sus flaquezas lingüísticas y sus combates perdidos con la vocalidad germánica, se puede decir que ha logrado por fin conquistar el papel. Ya se sabe que con Plácido el problema está en qué noche le has visto. Puede estar sublime un día, y correcto sin más al siguiente, o mal sin rodeos un día después. Pues bien, debimos elegir bien el día, porque su presentación del héroe wagneriano fue sobresaliente. En escena, debido al ridículo disfraz de indio y a unos movimientos dramáticos mal dirigidos, su intervención fue discreta, pero lo dijo todo con la voz. Fue de menos a más. Tras una inicial contención, en el dúo con Kundry en el segundo acto estuvo, si cabe, mejor que Urmana, más arrollador, más expresivo, con mayor presencia vocal. En el tercero exhibió unas desconocidas medias voces (¿Plácido Domingo, eterno mezzoforte, hilando medias voces? Increíblemente cierto), rematando la función con un “Nur eine Waffe taugt!” que sólo puede calificarse de antológico. ¿Canto de cisne —valga el término tan parsifaliano— antes de que el telón se cierre para siempre sobre una larga y exitosa carrera? Tal vez no estemos aún ante la definitiva retirada de un artista que ya es una leyenda viviente.
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Escena final de la obra. Kundry sobre la vía férrea, Gurnemanz en el extremo derecho sujetando la lanza, Amfortas en el izquierdo y Parsifal en el centro del escenario |
En fin, que uno se va hasta Barcelona a ver un Parsifal “con Urmana y Salminen”, y le dan un Parsifal “con Plácido Domingo” bordando sus frases en hilo fino. Yo, como Santo Tomás, no lo hubiera creído hasta no meter los dedos en la herida. Y aunque allí no hubiera herida por ningún sitio —ni siquiera Amfortas—, pude meter los dedos y hasta la mano entera, y comprobar con mis propios sentidos que Plácido Domingo, sexagenario y pendiente de una hipotética y repetidamente anunciada —“me quedan dos años, quizá tres”— jubilación como cantante, es hoy un gran Parsifal. Para concluir digamos solamente que, como conjunto, el viaje mereció la pena, que, aparte de contemplar un —pese a todo— buen Parsifal, y aunque la butaca fuera incómoda, en Barcelona uno tiene la oportunidad de reencontrar viejos amigos, y compartir con ellos, en amor y compañía, una sabrosa paella mirando al mar desde la playa en la que otro caballero errante y compasivo, nuestro Don Quijote, fue vencido por el de la Blanca Luna cierta mañana hará unos cuatro siglos. © José Alberto Pérez |