El
ocaso del buen gusto
Alfons
Eberz/Alan Woodrow (Siegfried), Luana de Vol (Brünnhilde),
Hans-Joachim Ketelsen (Gunther), Eric Halfvarson (Hagen), Hartmut
Welker (Alberich), Elisabeth Whitehouse (Gutrune), Lioba Braun (Waltraute),
Elena Zhidkova, Lani Poulson y Elisabeth Whitehouse (Nornas), María
Rey-Joly y Francisca Beaumont (Hijas del Rin). Director Musical:
Peter Schneider. Director de escena: Willy Decker. Escenógrafo:
Wolfgang Gussmann. Figurinista: Wolfgang Gussmann, Frauke Schernau.
Teatro Real de Madrid. 20, 24 y 27 de febrero y 2, 5, 9, 12
y 16 de marzo de 2004.
En estos
días se concluye en el Teatro Real de Madrid la Tetralogía iniciada
en junio de 2002, con dirección escénica de Willy Decker y musical
de Peter Schneider.
Götterdämmerung,
“El ocaso de los dioses”, tercera y última jornada de la obra titánica
de Richard Wagner culmina la que es ciertamente una de las obras
de arte más ambiciosas llevada a cabo por un solo hombre.
Dentro del Anillo,
esta es la jornada más difícil de representar: sus exigencias vocales,
orquestales, dramáticas y escénicas son rigurosísimas.
Es necesario,
primeramente, tener un reparto de primer orden. El personaje de
Brünnhilde requiere una soprano dramática de enorme resistencia,
presencia escénica, expresividad y técnica exquisita, que sea capaz
de soportar uno de los papeles más difíciles y arduos de toda la
literatura lírica, mientras que el héroe, Siegfried, pide un tenor
heroico que cumpla unos requisitos muy parecidos. En definitiva,
dos cantantes-actores en toda regla. Se hace necesario además un
bajo negro para Hagen, de gran potencia –debe resaltar por encima
del coro y la orquesta en el segundo acto– y expresividad. Un buen
bajo-barítono para Alberich, un barítono para Gunther, una soprano
lírica para Gutrune, una mezzo con buena presencia vocal
para Waltraute y dos tríos soprano-mezzo-contralto para los dos
grupos, Nornas y Ondinas –especialmente la Primera Norna agradece
una contralto auténtica y la Tercera una soprano casi dramática–.
La orquesta
y el director han de conseguir recrear convincentemente todo el
drama, con toda su variedad de colores y claroscuros, y tienen que
poseer estilo wagneriano –entendiendo aquí experiencia y solvencia
en la representación de los dramas de Wagner–. Las cuerdas han de
ser expresivas y nunca quedar ahogadas bajo el peso del metal y
la percusión. Estas últimas secciones han de utilizarse con brillantez,
pero sin estrépito.
Por último,
los requerimientos técnicos ideados por la poderosa imaginación
de Wagner pide efectos casi cinematográficos. Amaneceres, atardeceres,
un ambiente irreal para la escena de las Nornas, el fuego al fondo
de la Roca de las Walkyrias, fuego inundando la escena, el Rin desbordado
sobre los restos de la sala de los Gibichungos... Todo eso está
escrito en el libreto y descrito minuciosamente en la partitura,
que es de una riqueza pictórica casi impresionista.
Además, los
movimientos escénicos han de ser consecuentes con la evolución de
los personajes desde el comienzo del Anillo, atendiendo a
sus transformaciones a lo largo de esta última jornada.
Bien, como el
título de este artículo sugiere, no he quedado demasiado satisfecho
con los resultados artísticos de este Ocaso. Ni el reparto,
salvo alguna excepción meritoria, ni la ejecución orquestal, ni
la escénica me han dejado con buen sabor de boca.
Hace unos días,
tras un recital en el Teatro de la Zarzuela de Deborah Voigt, en
el que la insigne soprano americana –gran cantante de ópera, no
obstante– pasó como una apisonadora por encima de unos cuantos lieder
de Schubert y Richard Strauss, un querido amigo proponía la creación
de un “Comité de protección de Schubert”, que estudiara prohibir
a ciertos cantantes los destrozos que hacen con estas pequeñas-grandes
obras. Bien, tal vez habría que crear un “Comité wagneriano de decencia
interpretativa”, que clausurara funciones que no lleguen a un mínimo
nivel de calidad.
Hablemos
de lo positivo. El Hagen del estadounidense Eric Halfvarson
sí es para el recuerdo. Su escasa estatura contrasta con la imagen
que al menos yo tengo en mi mente de Hagen como un hombre alto y
muy corpulento, con su espesa y salvaje barba negra. Pero al fin
y al cabo Hagen es hijo del Nibelungo. La voz de Halfvarson es de
enorme volumen, muy oscura, y manejada con expresividad y técnica
impecable. Ya le había visto, hace unos años, en el Liceu de Barcelona.
En aquella ocasión encarnaba a John Claggart, el perverso “master-at-arms”
del Indomitable, en esa obra maestra de Benjamin Britten
que es “Billy Budd”. Halfvarson, que grabó este papel para Erato
con dirección de Kent Nagano, estuvo sensacional aquella noche.
En el Real consiguió una vez más llegar a un enorme nivel artístico,
siendo, casi en solitario y con diferencia, lo mejor de la velada.
El
eficiente Harmut Welker, de voz enorme, aunque tosca, áspera
y avejentada, se encargó de componer su consabido Alberich,
visto y oído en las Tetralogías de Bayreuth de los
últimos años y en las anteriores jornadas de esta
misma producción del Anillo madrileño.
La
Waltraute de Ljoba Braun, a pesar de su estilo y profesionalidad,
se quedó en aburrida. Aunque canta bien, su volumen escaso y su
expresividad plana convirtieron el emocionado relato de la Walkyria
en un auténtico plomo. De hecho el primer acto, pese a todos sus
defectos, sí tuvo relativa emoción, o al menos fue moderadamente
entretenido. Luego llegamos a la última escena y Morfeo se apoderó
de los asistentes. Una triste confirmación para el público lego
e ignorante del Real –desgraciadamente, la inmensa mayoría– de que
Wagner es aburrido.
El tenor Alan
Woodrow, sustituyendo in extremis a un indispuesto Alfons
Eberz, cumplió con solvencia. Su escasa presencia escénica y su
corto volumen impidieron que su participación tomara grandes dimensiones.
Pese a todo, y como nota anecdótica, colocó un perfecto Do sobreagudo
(uno de los cuatro únicos que escribiera el Maestro en toda su obra
–dos de ellos están en el Ocaso–) en el tercer acto, que
sí retumbó en todo el teatro.
Lo de la indisposición
de Eberz sí fue una muestra clara de la falta de seriedad del Teatro
Real. Tras cantar el ensayo general y el estreno, avisó de su indisposición
algún tiempo antes de la segunda función. Los responsables del Real
hicieron llamadas por todos los teatros de Europa, en busca de alguien
que pudiera venir urgentemente a Madrid para hacerse cargo del papel
de Siegfried en esta producción, algo así como el “Sigfried de guardia”.
Alan Woodrow, anunciado hace meses para venir a Madrid y que desapareció
del cartel repentinamente por causas que desconozco, vino desde
Ámsterdam. El vuelo no llegaba y a las seis de la tarde Eberz salió
a escena a intentar al menos cantar el primer acto. Tuvo que detener
la función al resultarle imposible continuar. El Teatro anunció
una suspensión de treinta minutos y la devolución optativa del precio
de la localidad a quien lo solicitara. Con Woodrow la función pudo
continuar: Eberz en escena representaba mímicamente el papel, mientras
Woodrow, que no tenía un traje a su medida ni conocía los movimientos
escénicos dictados por Decker, ponía voz a Siegfried desde fuera
del escenario.
Pregunta nada
inocente: ¿cómo se puede montar una obra tan difícil como el Ocaso
con un solo reparto y sin “covers”? De locos.
De la Brünnhilde
de Luana DeVol no hay mucho que decir. Su voz es espantosa,
con una octava escasa de extensión útil, carente de graves y con
el agudo afectado por un trémolo difícil de soportar. Expresividad
desaparecida. Un horror.
El Gunther de
Hans Joachim Ketelsen, habitual secundario de Bayreuth y
principal de la Semperoper de Dresde, no estuvo mal desde
el punto de vista vocal, pero la construcción infantiloide y molesta
del personaje impuesta por Decker echó a perder su labor. Gunther
quedó aquí caracterizado como un pusilánime y desagradable heredero
rico, que desprecia a su hermanastro –contradiciendo las frases
que ensalzan a Hagen–, y que es un mero peón sin voluntad ni honor
–nada más lejos de la realidad–. Una pena.
Elizabeth
Whitehouse, como Gutrune talludita, pasó totalmente desapercibida.
El traje de noche plateado que llevaba sí le quedaba muy bien. También
se ocupó de la Tercera Norna, igualmente perdida en mi memoria.
Las
Nornas no estuvieron mal, con una espléndida Elena Zhidkova
como Primera Norna, de voz profunda y bien timbrada.
Las Hijas del
Rin: tres hembras hispanas perdidas también en el olvido. La elevada
estatura y el envidiable físico de María Rey-Joly es lo único
que se me ocurre resaltar.
Lo de la Orquesta
Sinfónica de Madrid, alias Titular del Teatro Real, es como una
broma de mal gusto. En manos de ese consumado inútil que parece
ser Peter Schneider, no pasa del nivel que puede adquirir cualquier
banda municipal provinciana, y no están a la altura de lo que debe
ser un gran teatro de ópera. Las cuerdas no están mal, aunque carezcan
de pasión y soltura; lo mismo digo de las maderas. Los metales son
una verdadera pena: desafinan todo el rato y son ruidosos y molestos.
¿Cuántas veces se escucha la llamada de Siegfried? Pues en todas
el trompa pifió un buen montón de notas (hasta una violoncelista
estaba muerta de risa en el foso). Al tipo del timbal y los platillos
deberían suspenderlo de empleo y sueldo por atentar contra la higiene
auditiva del respetable.
Es
patético que en un teatro que se tiene por grande se disponga de
semejante fanfarria. Y claro, la presencia de un señor como Schneider,
que viene al sur de vacaciones, no ayuda, sino todo lo contrario.
El tipo dirigió sin concepto, sin unidad, sin estilo y sin gusto.
Se contentó con ser aburrido en los pasajes narrativos y repugnantemente
ruidoso en los tutti orquestales. Su Marcha Fúnebre era digna
de la charanga de Semana Santa de Bajalburro del Cebollo.
Al Coro lo podían
mandar también de vacaciones, como las del señor Schneider, pero
a Siberia, a ver si se les congelaban las cuerdas vocales y dejaban
de atormentarnos. ¿Porqué gritan? ¿Qué necesidad hay de superar
en decibelios a la orquesta, a los solistas y al reactor de un F16
que hubieran puesto en escena? Para colmo de males, había un nutrido
grupo de coristas reforzando desde el foso a sus compañeros en la
escena. Despedidos.
En la parte
escénica no vale la pena extenderse demasiado. Decker volvió a trillar
sus molestas ideas sobre el Anillo, entregándose a un nuevo
ejercicio de corrección del original, cambiando acotaciones escénicas,
movimiento de actores y hasta intenciones del texto original.
La presencia
de Wotan durante la muerte de Siegfried y la escena de la Inmolación
no sólo es injustificada e innecesaria, sino que destruye la perfecta
asimetría del ciclo tetralógico, que comienza con la presencia exclusiva
de dioses, gigantes y nibelungos en el Oro, va desarrollándose
a través de la participación de los seres humanos en la Walkyria
y Sigfrido, hasta el punto en el que estos cobran toda su
importancia, ya en el Ocaso. Esa asimetría perfecta es quizá
una de las características más interesantes e innovadoras del Anillo,
con lo que el señor Decker demuestra muy poco conocimiento de la
obra con esta intromisión intolerable en su estructura.
Visualmente
resultaba, como las anteriores, anodina y sosa, sin ideas propias
ni innovaciones. La idea del “velo del destino”, un telón negro
que manejaba Erda, Wotan o Brünnhilde siendo walkyria, no deja de
quedarse en pura anécdota, y no aporta nada nuevo. En la muerte
de Siegfried, contra las acotaciones wagnerianas, todos salen con
desprecio del escenario, dejando a Siegfried solo. Wotan, vestido
de Viandante y portando las astillas de su lanza, camina desde el
foro hasta una silla –¡de nuevo las dichosas sillas!– donde toma
asiento mientras Siegfried muere. Éste sale por su propio pie de
escena y Wotan corre sobre el foro el velo negro. Burdo.
El espacio imperante
durante toda la representación es la sala de los Gibichungos, un
lugar inofensivamente neutro, que al menos no resulta molesto, si
no es por la reiteración –además de la escena correspondiente del
primer acto, en ella ocurren el segundo y tercer actos al completo,
con ligeras variaciones para sugerir que no es el mismo lugar–.
La escena final
es decepcionante. Tras cantar la Inmolación, aparecen unas ondeantes
butacas (las del Oro) que figuran el Rin, donde están sentados
los dioses, cubriéndose de humo y luz anaranjada. A Hagen lo asesina
Gutrune. Brünnhilde toma asiento entre los dioses y las butacas
se hunden con todo el grupo. Una figura parecida a Erda (caracterizada,
como en toda la Tetralogía, con una calva blanca –idéntica, confusamente,
a las de las Ondinas y las Nornas–) entra por el proscenio izquierdo
haciendo rodar una esfera blanca –como la que aparecía al final
de la Walkyria o en el tercer acto de Sigfrido–. ¿Una
metáfora del mundo nuevo que surge tras la caída de los dioses?
A mí, sinceramente, no me interesa.
Yo
me aburrí muchísimo. Entrar en un teatro a las seis de la tarde
y salir pasada la medianoche con la impresión de haber perdido
el tiempo, es duro. Sobre todo si se ha pagado por ello.
Señores del
Real, que tan poco caso hacen al público que les financia, si no
se puede montar una obra con un mínimo de solvencia, mejor es no
montarla. Tal vez tengamos que seguir el consejo de nuestra bienamada
presidenta regional, la señora “Espe” Aguirre, que tras cancelar
el contrato de Daniel Barenboim para este verano en el Real, sugirió
que se deberían montar óperas baratas y populares para que todo
el mundo pueda ir al Teatro.
Sí, ¡venga un
aluvión de Traviatas, Toscas y Bohèmes a precio
de ganga! Colgaremos un cartel que rece: “¡Saldos de la ópera, señores,
pasen y vean!”.
Sólo
nos quedará entonces prenderle fuego al sagrado recinto y llorar
por lo que pudo ser y no fue.
José
Alberto Pérez
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