Número 276 - Zaragoza - Diciembre 2023
IN FERNEM LAND... 

GRIALES

PARSIFAL

Profundo y secreto, en su interior se halla la esencia. Esencia muy real. En ella está la verdad. Lao Tse. Tao Te Ching.

 

 

            En el Teatro de la Colina Verde, Amfortas devuelve el Grial a la mesa. Decrece la intensidad de su luz al tiempo que va desapareciendo la profunda oscuridad de la sala. Los pajes depositan la sagrada reliquia en el cofre que la guarda y todo el espacio vuelve a su inicial claridad. Desde lo alto unas voces rezan:

El vino y el pan de la última cena
mudó un día el señor del Grial,
por el poder compasivo,
en la sangre que Él derramó,
en el cuerpo que Él ofreció en sacrificio.
Cáliz de Ardagh. Irlanda, s. VIII
 

Dagda y el Sol

Dagda representado en el Caldero de Gundestrop (cuenco ceremonial celta, s. I a. de C.).

Según la antigua leyenda, los Tuatha dé Danann, trajeron hasta Irlanda, desde las lejanas islas hiperbóreas, cuatro objetos sagrados: la espada de Nuada de la que nadie podía escapar ileso, llegó de Findias; de Gorias, la lanza de Lugh, que aseguraba la victoria; de Falias, la Piedra de Fal, que gritaba cuando la tocaba el rey legítimo y, finalmente, el caldero de Dagda del que nadie se alejaba insatisfecho, fue llevado desde Murias. Ya hemos encontrado claros vestigios de los tres primeros, convertidos en espada sobrenatural, asiento peligroso o lanza de Longinos, a través de uno de los mitos que mejor definen la Edad Media europea y que inaugura, a finales del siglo XII, un texto inacabado de narrador francés Chrétien de Troyes: Perceval ou li Conte du Graal (El cortejo del Grial), pero será el cuarto el que más nos interese ya que precisamente el caldero de Dagda es una de las más claras prefiguraciones de lo que conocemos hoy bajo el nombre de Santo Grial.

 A través de las grandes epopeyas irlandesas y galesas, podemos encontrar múltiples recipientes maravillosos, preferentemente calderos, que dispensan, sin límites, vida, ciencia y juventud, o son fuente inagotable de exquisitos manjares. La tradición céltica presenta tres tipos: de abundancia, de resurrección y de sacrificio. Entre los primeros, el más representativo es el caldero de Dagda, el dios celta de la fertilidad, que no sólo contiene en su interior el alimento material que saciaría a la humanidad entera, sino todo tipo de conocimientos, ya que el “Buen Dios” es, a su vez, Señor de la Ciencia. También Kerridwen, la protectora de los poetas, los forjadores y los médicos poseía un caldero mágico lleno de conocimiento e inspiración; de él beberá, por descuido, tres gotas Gwyon Bach, y la diosa se lanzará en su persecución bajo distintas formas, hasta que lo engulle cuando él se convierte en grano de trigo y ella en gallina; entonces, queda encinta para, nueve meses después, dar a luz a Gwyon convertido en el mítico bardo Taliesin (varios temas de esta leyenda nos hacen pensar en el hidromiel de los poetas que robó Odín del caldero que custodiaba la giganta Gunnlöd: Un osado y joven dios). En la segunda rama del Mabinogi, que nos cuenta la trágica historia de Branwen, encontramos un buen ejemplo de caldero de resurrección, es el que le ofrece, como regalo de bodas, su hermano Bran el Bendito y tiene la propiedad de devolver la vida a los guerreros muertos en combate. Siempre y cuando se arrojen a él durante la noche, a la mañana siguiente amanecerán tan fuertes como antes de morir, pero habrán perdido la capacidad para el habla (lo que significa que están más en el reino de los muertos que en el de los vivos). Peredur encontrará un caldero semejante en la corte de Rey de los Sufrimientos; pero, en este caso, el cadáver, después de resucitar, saluda alegremente y de viva voz al héroe. El tercer tipo de caldero, en la tradición celta, será el del sacrificio: cuando un rey es desposeído de su soberanía se ahoga en uno lleno de vino o cerveza, mientras su palacio se quema durante la última Samain (gran fiesta celta del primero de noviembre) de su reinado. Con estos tres tipos de caldero, tenemos tres variantes del mismo objeto que siempre se ha considerado como uno de los míticos precursores del Santo Grial ya que, como él, son sagrados, alimentan eternamente tanto la carne como el espíritu y pueden dar la inmortalidad o la muerte, con esa ambivalencia característica de los grandes talismanes celtas.

Los hemanos Pandava en la corte de Drupad. India, s. XVIII

Pero a su vez, estos mágicos calderos parecen, como ya apuntamos (El Hijo de la Viuda), tener un modelo, mucho menos conocido, en la gran epopeya hindú del Mahabharata: cuando los grandes protagonistas del poema: los cinco hermanos Pandava (que son descendientes de Satyavati, curiosamente la hija del un rey de los pescadores) se encuentran desterrados en el bosque de Kamyaca. Como al primogénito le preocupa el no poder agasajar debidamente a los brahmanes que les han acompañado, acude con sus rezos al Dios del Sol que le entrega un mágico recipiente de cobre con el que la esposa de los Pandava podrá servir tanta comida como quiera porque nunca se ha de agotar; lo que se comprueba a lo largo de los 12 años que dura el exilio de los príncipes. Estamos, pues, ante el ancestro indoeuropeo de los calderos celtas y, también, de las cornucopias grecorromanas: como el cuerno que Zeus rompió jugando con la cabra que le alimentó de niño y que regaló a su nodriza Amaltea (en algunas versiones del mito, se confunden el nombre de la ninfa con el del animal), prometiéndole que se llenaría milagrosamente con todos los manjares que deseara y que, más tarde, sería el emblema de la diosa romana Fortuna. Otra leyenda cuenta un origen muy distinto: el dios-río Aqueloo (hijo del Sol) se transformó en toro para luchar contra Heracles por el amor de Deyanira, pero se rindió en el momento en el que el héroe pudo arrancarle uno de sus cuernos, que se convertirá en la mítica Cornucopia, eterna dispensadora de los más exquisitos manjares. Con el correr de los siglos y el paso de las civilizaciones, estos recipientes sobrenaturales e inagotables variarán mucho en la forma aunque menos en su más profunda significación.

De cráteras y gradales

            Aunque Chrétien de Troyes apenas menciona la naturaleza del Grial, sí será el primero en utilizar el término graal, para referirse al misterioso objeto. Pero, en aquella época, un grial o más exactamente un gradal, sustantivo de probable origen occitano (gradalis o gradale, quizá, a su vez, derivado del latín crater –is: “gran vaso en el que se mezclaba el vino con agua”), era un artículo corriente en las mesas de los señores, como lo demuestra, ya en el 1010 (siglo y medio antes del poema francés), el testamento del conde Ermengaud de Urgel, que lega a la abadía de Sainte-Foy de Conques gradales duas de argento, es decir: “dos fuentes de plata”. Pero la descripción más completa de un “gradal” la encontraremos en el cronista cisterciense, muerto hacia 1230, Elinando de Froidmont, que nos lo presenta como una scutella lata et aliquantulum profunda (plato grande y algo hondo) en donde se servían deliciosas viandas a los ricos, dispuestas bocado a bocado, en diferentes hileras, de una manera gradual. También, según el mismo cronista, el recipiente además de gradale, se llamó greal porque el comer de él era grato. Pero, lo que más nos interesa de la crónica de Elinando (recogida por Vincent de Beauvais en su famoso Speculum Historiale y muy leída en la Edad Media) es que nos relata la visión que un eremita de Bretaña que, sobre el año 717, pudo contemplar a José de Arimatea con el “recipiente” (utiliza la palabra catino) del que Cristo se sirvió en la última cena con sus apóstoles. El eremita dejó testimonio de esta visión en un libro, escrito en latín y titulado Gradale, porque así llamó a la santa reliquia; pero, de él, no tenemos más noticia que ésta, aunque resulta interesante comprobar que la crónica de Elinando (que llega hasta 1204 y probablemente se acabaría de redactar en esa misma época) es cronológicamente paralela a la obra de Robert de Boron en la que el Grial se presenta como el cáliz en el que José de Arimatea recogió la sangre de Cristo. Pero, no olvidemos que el Perceval de Chrétien de Troyes es anterior a los dos textos que acabamos de citar y que, en él, el Grial parece ser ese plato grande y algo hondo que describe el monje de Froidmont, ahora bien, sin que se haga ninguna alusión a José de Arimatea ni al cáliz dónde recogió, según una tradición apócrifa, la sangre de Cristo. Es más, la única referencia que asimila el Grial a una cultura cristiana, en la obra del de Troyes, es cuando un ermitaño, que resulta ser el tío materno de Perceval (en un episodio insertado de una manera un poco forzada en la búsqueda paralela de Gauvain), le desvela, un Viernes Santo, que el misterioso plato, que vio en el castillo del Rey Pescador, sirve al anciano padre del rico soberano (hermano del eremita y, como él, tío del héroe), pero no pescado (lo que debía de ser corriente servir en un gradal) sino una hostia, su único alimento durante 12 años (curiosamente los mismos que sirve el regalo del dios Sol a los hermanos Pandava).  Lo que resulta muy extraño, desde la ortodoxia católica, es que la portadora de la Sagrada Forma sea una mujer y, más aún, que, al paso del Santísimo, según esta explicación del ermitaño, los cortesanos y el mismo Rey Pescador sigan charlando y comiendo animadamente. No es de extrañar que Malcolm Godwin defina la obra de Chrétien como un espléndido despropósito edificado sobre las ruinas de la antigua mitología celta. El relato de von Eschenbach no le irá a la zaga, pero añadiendo elementos aún más heterogéneos.

W. Blake. José de Arimatea en las rocas de Albión. J. Bernard. La diosa Fortuna

 

La piedra del paraíso

Parzival y Trevizent. Castillo de Luis II, Neuschwanstein

            La habilidad narrativa del poeta alemán hará que, cuando el Grial aparezca por primera vez en Parzival, no se nos desvele su naturaleza, simplemente se dice que la reina Repanse de Schoye (La que dispensa alegría), sobre un cojín (hay quien lo interpreta como una bandeja) de color esmeralda,  portaba la perfección del Paraíso, a la vez su raíz y su brote. Era una cosa que se llama “el Grial”, la mayor gloria del mundo. Pero pronto vamos a ver la fantástica utilidad de esa “cosa”: Me han contado, y así os lo transmito (pero bajo vuestra responsabilidad, no mía, de suerte que si no es cierto los dos mentimos), que fuera lo que fuera que uno quisiera coger, allí se encontraba ante el Grial: comida caliente y fría, alimentos frescos y añejos, cultivados y salvajes (...) Pues el Grial era el fruto de la beatitud y proporcionaba tal abundancia de la dulzura del mundo que sus goces eran muy semejantes a lo que se nos refiere del Paraíso (...) Y del poder del Grial fluía la bebida para la que uno alzara la copa: vino blanco, tinto o de moras. Pero esta naturaleza del Grial, que le asimila a los calderos de abundancia y las cornucopias de la tradición indoeuropea, no va a contradecir su dimensión espiritual, aunque también en el poema de Wolfram tendremos, para descubrirla, que esperar al encuentro del Parzival con el ermitaño Trevizent: se trata de una piedra de fuerza mágica, definida como lapis exilis (piedra humilde), que conserva la belleza y la juventud e impide la muerte de los que la contemplan. Cada Viernes Santo, desciende una paloma con una pequeña oblea en el pico, la deposita sobre ella y regresa al cielo. Esto último parece acercar el poema alemán a la cultura cristiana, pero el sincretismo que domina el texto se hace más evidente al narrarnos el origen de tan singular piedra: acercándose a la tradición coránica que se refiere a la guerra entre Iblis y Dios por no querer el primero adorar a Adán (recordemos que Wolfram remonta los orígenes de la historia a unos escritos en árabe que el provenzal Kiot encontró en Toledo: El Cantor de lo Eterno), el Minnesänger nos relatará, por boca del eremita, cómo, durante la lucha, hubo ángeles que permanecieron neutrales y fueron precisamente los que trajeron el Grial a la tierra, por lo que, desde entonces, habría de ser guardado por seres tan puros como ellos. Algunas tradiciones orientales ponen en relación esta piedra con la esmeralda que cayó de la frente de Lucifer/Iblis cuando fue precipitado en los abismos infernales. Curiosamente en el apócrifo (y de probable influencia talmúdica) Iter Alexandri Magni ad Paradisum (Viaje de Alejandro Magno al Paraíso), que ayudó junto con otros textos a difundir la leyenda del conquistador de Asia en el Medievo (y que aparece incluido en algunas versiones del Roman d'Alexandre, como el Alexanderlied (1130 ca.) del poeta y clérigo alemán del siglo XII, Lamprecht, donde, por cierto, encontramos, en un bosque encantado, a un ramillete de muchachas-flor), cuando Alejandro pretende entrar en el paraíso terrenal, es rechazado por su soberbia, pero allí recibe una piedra maravillosa, una piedra de salvación, que le hace meditar sobre todos sus actos reprobables y le lleva a reinar en paz durante 12 años (de nuevo, 12 años...).

Ch. Le Brun. Entrada de Alejandro en Babilonia

            Caldero, crátera, gradal, piedra, incluso, en el Mabinogi de Peredur, bandeja sobre la que reposa la cabeza ensangrentada de un hombre, plato que sirvió en la Última Cena a Cristo y sus apóstoles y/o cáliz en el que José de Arimatea recogió su sangre, vemos que el Grial ha revestido, a través de los grandes textos medievales que conforman su mito, las más diversas formas. Wagner, aunque, para su Parsifal se basara preferentemente en el largo poema de von Eschenbach, varió la naturaleza del que ahí aparece, presentándonoslo, siguiendo la tradición cisterciense inaugurada por Elinando y Robert de Boron y seguida por las distintas continuaciones en prosa, no como una piedra, sino como el cáliz más sagrado de una tradición cristiana, aunque no siempre muy ortodoxa.

En el Teatro de la Colina Verde y después de haber cerrado el cofre que guarda el Grial, los cuatro pajes toman del altar dos jarras de vino y dos cestos de pan, que Amfortas había bendecido. Los distribuyen entre los caballeros. Gurnemanz se sienta entre ellos y deja un hueco a su lado para Parsifal, pero el muchacho, absorto aún por lo que acaba de presenciar, no sale de su rincón. Tampoco Amfortas participará en el ágape. Su herida ha vuelto a sangrar y nadie ha hecho la pregunta.

 

Bibliografía

Eschenbach, W. von; Parzival. Madrid, Siruela, 1999.
Godwin, M.; El Santo Grial. Origen, significado y revelaciones de una leyenda. Barcelona, Emecé, 1994.
Lambert, P.-Y.; (traducción del galés medio, presentación y notas de); Les Quatre Branches du Mabinogi. París, Gallimard, 1993.
Markale, J.; La femme celte. Mythe et sociologie. París, Payot, 1992.
Troyes, Chr. de; Romans. París, Librairie Génerale Française, 1994.
http://agora.qc.ca/reftext.nsf/Documents/Alexandre_le_Grand--La_legende_d'Alexandre_et_le_cure_Lamprecht_par_Adolphe_Bossert