TRISTAN
UND
ISOLDE
Te
ceñiste al dolor, te agarraste al deseo.
Te tumbó la tristeza, todo en ti fue naufragio.
P. Neruda. La canción desesperada. |
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F.
Leeke.
Tristán e Isolda. Acto II
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Marke,
Melot y algunos cortesanos irrumpen violentamente en el jardín del
castillo, sus trajes son de caza. Kurvenal les mira aterrado. Brangäne
baja precipitadamente del torreón para llegar hasta Isolde, que
oculta el rostro entre las manos. Tristan extiende su capa intentando
ocultar a la reina de las miradas acusadoras de los recién llegados.
Despunta el alba en el Teatro de la Colina Verde.
El
jardín de las delicias
El espacio de la realización plena del amor entre Tristán e Isolda
es, en Wagner, un jardín y, ya lo hemos adelantado (Los
murmullos de otros bosques), en Gottfried, una cueva
(al igual que en la leyenda celta de Diarmaid y Grainne, referente
irlandés de nuestro mito) que se nos presenta con todas las particularidades
de un fabuloso templo cuyo altar mayor resulta ser un lecho de purísimo
cristal. Podemos ver, en ambas obras, uno de los grandes estereotipos
(patrimonio estable de la tradición de Occidente, según Curtius)
de la literatura europea desde Homero: el Locus Amoenus (lugar
agradable, paisaje ideal), que sigue conservando las mismas características
a través de más de veinticinco siglos de tradición literaria. Con
ecos del bíblico Edén, del jardín de Alcínoo en la Odisea o de la
perdida Arcadia de Virgilio, cualquier Locus Amoenus deberá
encerrar, como mínimo, árboles, (que proporcionen una fresca sombra),
una pradera y una fuente o un riachuelo; y, aunque los trinos de
los pájaros, las flores y la brisa sean opcionales, todo lo encontraremos
en los alrededores de la Minnegrotte que acoge a los amantes
en la versión cortesana de Gottfried: …por el exterior, había
tres tilos con frondosa hojarasca (…). Alrededor y subiendo por
la montaña, había innumerables árboles, que regalaban, con su follaje
y sus ramas su sombra a la montaña.Un poco más allá se encontraba
una llanura de la que brotaba un manantial, una fuente limpia y
refrescante que era clara como el sol. También allí había tres tilos,
hermosos y festivos que protegían el manantial de las lluvias y
del sol. Flores resplandecientes, hierba verde, que hacían que brillara
la llanura, competían entre sí con gran delicia (…). Igualmente
se escuchaba por aquel entonces el bello canto de los pájaros (…).
Había sombra y sol, la brisa y el viento eran suaves y benignos.
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T.
Cole. El sueño de Arcadia |
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J.S.
Clifton. Amor |
También,
siguiendo la tradición, se tratará de un lugar cerrado y de difícil
acceso que garantiza la paz de los que allí se encuentran. Una paz
imprescindible para el místico, por lo que la literatura clerical
del medievo utilizará, por su cuenta, estos paraísos, como
lugares especialmente dedicados a la contemplación de Dios a la
que Gottfried sustituye por la realización del amor. Esta osada
mezcla de elementos paganos y cristianos se desvela también en la
simbólica descripción de la cueva que parece inspirada, según Victor
Millet, tanto en la arquitectura de las catedrales como en los poemas
alegóricos franceses sobre la Maison d’amour (casa de amor).
Así, de la misma manera que, en la tradición neoplatónica, una piedra
preciosa debe situarse en el centro de la cúpula del templo para
que el fiel, al mirar hacia arriba, pueda elevarse hasta la luz
de la contemplación, desprovisto de las ataduras de la carne, en
la Minnegrotte del texto alemán, el centro lo ocupa el lecho
de cristal, glorificando la unión de los amantes que, alimentados
por su amor, no necesitan de ningún otro sustento, lo que refuerza
el carácter utópico de este episodio.
Resulta curioso constatar que, en las versiones francesas y en la
de Eilhart von Oberg, el Locus Amoenus se convierte en Locus
Horrendus: un claro del bosque, azotado por un tiempo inclemente,
en el que se hacen muy duras las condiciones de vida. No es extraño
pues que, en tales circunstancias, las versiones comunes no le atribuyan
al efecto del filtro mágico una duración ilimitada (El
filtro de amor) y, un buen día, la pareja se vaya,
arrepentida, a pedir el perdón por su falta al santo ermitaño confesor
del rey y a desear la vuelta a la cómoda corte de Marc.
La
espada en el lecho
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Tristán
e Isolda descubiertos por Marc |
Pero ya sabemos que, en la versión de Gottfried, el amor de
Tristán e Isolda no estará limitado por el tiempo, aunque el tiempo
les alcance: un día, escuchan a lo lejos el rumor de una partida
de caza (como en el inicio del Acto II del drama de Wagner lo oye
Brangäne, previendo el peligro, mientras Isolde sólo percibe el
delicioso murmullo de la fuente): el rey y sus caballeros
perseguían a un ciervo blanco. Al sospechar, muy acertadamente,
que la montería proviene del castillo de Marc, y temiendo ser descubiertos,
aquella noche los amantes durmieron en el lecho cristalino separados
por la espada de Tristán (lo que, según Campbell, es una violación
de la ley del amor, en nombre del honor, que señala el principio
del fin).
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N.C.
Wyeth. Tristán e Isolda |
Este
episodio aparece, aunque con variantes, en todas las versiones de
la leyenda; sin embargo, sólo es Gottfried quien lo presenta como
un gesto premeditado de los fugitivos, como una astucia para no
ser sorprendidos en una actitud inequívoca. Efectivamente, cuando
el bondadoso monarca de la narración alemana los descubre, nace
en él la duda: Dios misericordioso, ¿qué puede significar esto?
Si ha sucedido algo entre los dos, como durante tanto tiempo he
estado sospechando, ¿por qué se acuestan así estos dos amantes?
En los demás textos (salvo en el de Eilhart en el que Tristán tiene
la incomprensible costumbre de situar su espada en el centro del
lecho que comparte con la reina), es por puro azar por lo que son
descubiertos vestidos y separados, lo que Marc confunde con una
prueba de castidad que le impide cumplir con su primera intención
que es la de matarlos en ese mismo momento. De esta manera, el furioso
y vengativo rey de los textos franceses se apiada de su esposa y
de su sobrino, y se aleja del bosque, no sin antes cambiar su espada
por la de Tristán y su anillo por el que lleva en el dedo la dormida
Isolda (ha adelgazado tanto que a Marc le es muy fácil quitárselo
sin despertarla), mientras que, con uno de sus guantes, impide que
un rayo de sol perturbe el sueño de la reina. Como bien recalca
Isabel de Riquer, el soberano, en este episodio, realiza un triple
gesto de investidura genuinamente francés (en el texto germano de
Gottfried no hay intercambios y Marc preserva el rostro de la reina
dormida de los rayos del sol taponando la abertura por la que entran
con hojas, hierbas y flores) y feudal: per glaudium, per anulum,
per guantem (por espada, por anillo, por guante), lo que puede
tener un doble sentido: por un lado, el rey recalca que Tristán
es su vasallo (espada) y, a la vez, da muestras de su perdón (anillo)
y de su ternura (guante) hacia ambos. Pero los enamorados, que no
reparan en el guante, sólo ven en el cambio de espadas la autoafirmación
del poder del rey y en el de los anillos una llamada al deber conyugal,
por lo que deciden huir precipitadamente del bosque.
Jean
Markale nos dará otra interpretación de este episodio, basándose
en el tardío, en cuanto a su redacción, pero muy primitivo, por
su temática, texto galés (al que ya hemos hecho referencia en otras
ocasiones, El
filtro de amor): Ystoria Trystan, en el que
el rey Arthur decide que Essyllt (Isolda) sea repartida entre March
y Trystan. En esta versión, la más cercana al espíritu celta, el
rey no puede matar a su sobrino, en el momento en el que le descubre
dormido junto a la reina, ya que está protegido por una especie
de tabú: cualquiera que vertiera su sangre moriría, de la misma
manera que moriría cualquiera a quien él hiriera. No es de extrañar,
pues, que March no ose llevar a cabo una venganza que acabaría con
su propia vida. Por otro lado, el hecho de cambiar la espada del
héroe por la suya, sería invitarle a intercambiar también a la reina:
ya que las armas son personales y intransferibles, Trystan querrá
recuperar la suya y, para hacerlo, deberá entregar a Issyllt.
Sea
como fuere, los amantes conmovidos por la clemencia del rey, no
tardaron en volver a la corte, en la que se les prohibió encontrarse
a solas, pero no tardaron tampoco en volver a ser descubiertos,
en el jardín del castillo, uno en los brazos del otro. Las dudas
de Marc se disiparon y Tristán tuvo que huir solo de la corte. Señor,
le dijo la reina al despedirse, nuestros corazones y nuestras
mentes han estado unidos demasiado tiempo, demasiado estrecha e
intensamente, como para que nos fuera dado alguna vez experimentar
lo que significa la palabra “olvido” aplicada a ellos. Tanto si
estáis lejos de mí como a mi lado, no habrá de cualquier modo en
mi corazón vida o cosa viva alguna que no sea Tristán, que es mi
cuerpo y mi vida. Señor, a vos he confiado hace mucho tiempo mi
cuerpo y mi vida. Cuidaos de que ninguna mujer os separe alguna
vez de mí.
Isolda
de las manos blancas
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Despedida
de Tristán e Isolda. L. Rhead |
De
nuevo en tierras de Bretaña, Tristán conoce a la hija de un poderoso
duque, su nombre y su belleza le hacen aún más doloroso y vivo el
recuerdo de la reina de Irlanda, es Isolda, la de las Blancas Manos,
que muy pronto se enamorará del héroe. Éste, por un momento, también
cree amarla, pero es sólo deseo lo que llega a sentir. A diferencia
del rey Marc, no cede a este deseo, sino que trata de alejarse de
la muchacha; pero tanto ella como toda la corte de Bretaña se confunden
al escucharle terminar todas sus canciones con el mismo apasionado
estribillo: Isolda, mi amada Isolda, mi amiga, en vos mi muerte,
en vos mi vida. Y es tal la dedicación y el cariño que le muestra
la de las manos blancas que Tristán vuelve a dudar…
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Isolda
de las Blancas Manos. S. Dalí |
Aquí se interrumpe bruscamente el texto de Gottfried, el autor de
la segunda versión alemana y de la narración medieval más bella
del mito de Tristán e Isolda. Joseph Campbell juega con las hipótesis
de que muriera hacia 1212, precisamente cuando se celebró en Estrasburgo
el primer juicio contra los herejes de aquella ciudad, condenado
por sus osadas combinaciones de elementos cristianos y paganos;
o que, para su espíritu, resultaran tan enormes las tensiones entre
ambos mundos (el de la diosa Minne y el Dios crucificado) que recurriera
al suicidio. Todo son afabulaciones y probablemente nunca sabremos
cual fue el final del poeta. En cualquier caso, para conocer el
final de la leyenda habrá que recurrir a la versión de Thomas d’Angleterre,
al que Gottfried, a su manera, siguió, para que a él, a su manera
también, le siguiera el maestro de Leipzig.
En el Teatro de la Colina Verde termina el Segundo Acto del drama.
Isolde acepta, fiel y sumisa, seguir a Tristan al destierro de Kareol;
pero Melot desnuda su espada y se lanza sobre el héroe, que le reprocha
haberle traicionado por lo mismo que él traicionó a Marke: por amor
a la reina. Cae herido, mientras también cae el telón.
Bibliografía
Campbell,
J.; Las máscaras de Dios. Mitología creativa. Madrid, Alianza,
1992.
Eilhart
von Oberg y Gottfried von Strassburg; Tristán e Isolda. Madrid,
Siruela, 2001.
Markale,
J.; La femme celte. Mythe et sociologie. París, Payot,
1972.
Markale,
J.; Les celtes et la civilisation celtique. París, Payot,
1999.
Riquer
I. de (Edición cargo de); La leyenda de Tristán e Iseo.
Madrid, Siruela, 1996.
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