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El
maestro valenciano Luis Antonio García Navarro durante los ensayos
de esta producción de Parsifal |
Por
fin, Parsifal, el último drama de Richard Wagner, fue estrenado
en el nuevo Teatro Real de Madrid. Éste es uno de los pocos teatros
del mundo que puede vanagloriarse de haber estrenado Parsifal el
día en el que cesaba la exclusiva sobre la obra, que tenía el Festspielhaus
de Bayreuth para el que Wagner la diseñó. Fue el 1 de enero de 1914,
treinta años después de la muerte de su creador, si bien este logro
wagneriano es uno de los pocos de los que puede presumir el Real.
Fue además la obra con la que se pensaba inaugurar la temporada
operística madrileña en 1926, año en el que el Teatro cerró sus
puertas como teatro de ópera. Por esa razón, se pensó como la candidata
ideal para re-abrir el Real tras tantos años, en 1997. Para bien
o para mal, la decisión político-musical de turno decidió que una
“ópera extranjera”, “tan larga” (pensaban en que el Rey debía de
asistir a la reapertura), no servía como primera opción (finalmente
se optó por Falla, con su “Sombrero de tres picos” y “La vida breve”,
espectáculos quizá más “llevaderos” para la caterva de políticos
y altas esferas asistentes aquella noche).
Tres
temporadas hubieron de pasar para que al fin Parsifal fuera
representada en Madrid, la primera vez en más de ochenta años (en
las temporadas de ópera del Teatro de la Zarzuela se ofrecieron
la mayoría de las óperas y los dramas wagnerianos, incluido un Anillo
disgregado en cuatro años, pero nunca Parsifal). Todo el
proyecto se debe, en gran parte, a la perseverancia de una sola
persona, el maestro valenciano Luis Antonio García Navarro, actual
director artístico y musical del Teatro. El maestro aprovechó uno
de los descansos de la función del straussiano Caballero de la
rosa ofrecido por televisión la temporada pasada para, en una
corta entrevista, anunciar que Parsifal sería al fin ofrecido
en la temporada 2000/2001, con un reparto encabezado por Plácido
Domingo (quien fuera ya pensado para el personaje en 1997), el bajo
finlandés Matti Salminen y la mezo griega Agnes Baltsa (amiga
personal de García Navarro y esposa del Barón Ochs de aquella noche:
Günter Missenhardt).
Las
funciones fueron programadas para los días 3, 6, 7, 9, 11, 12 y
15 de marzo de 2001.
Finalmente
el reparto quedó configurado de la siguiente forma:
Amfortas
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Franz Grundheber (3, 6, 9, 12, 15) |
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Alan Held (7, 11) |
Titurel
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Artur Korn |
Gurnemanz
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Matti Salminen (3, 6, 9, 11, 15) |
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Kurt Rydl (7, 12) |
Parsifal
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Plácido Domingo (3, 6, 9, 12, 15) |
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Robert Dean Smith (7, 11) |
Klingsor
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Hartmut Welker |
Kundry
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Agnes Baltsa (3, 6, 9, 12, 15) |
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Linda Watson (7, 11) |
Dos
caballeros del Grial
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José
Manuel Montero – David Rubiera |
Cuatro
escuderos
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Paloma Pérez Iñigo - Itxaro Mentxaka - Emilio Sánchez - Julio
Morales
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Muchachas
flor
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Elena
de la Merced - María José Martos - Itxaro Mentxaka - Olatz
Saitúa - María Rey-Joly - Mireia Pintó
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Una
voz
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Mireia
Pintó |
El
coro fue el de la Orquesta Sinfónica de Madrid, creado en la temporada
pasada para cubrir las necesidades del Teatro de un coro estable
para las representaciones de ópera.
La
Orquesta, por supuesto, fue la Sinfónica de Madrid a cargo de su
director titular, García Navarro.
El
que escribe estas líneas asistió a las funciones completas de los
días 3, 6, 9, 11 y 12, y, por un azar del destino, al tercer acto
de la última función, el día 15 de marzo. Sólo me perdí la del día
7, aunque creo que son suficientes representaciones para dar un
juicio crítico razonable.
Vayamos
por partes.
INTERPRETACIÓN
ESCÉNICA
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Klaus
Michael Grüber, director escénico de esta producción, durante
los ensayos con el coro para la escena del Templo del Grial |
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Creo
necesario dar primero mi visión sobre la producción escénica porque
explica en gran medida algunos de mis juicios sobre los intérpretes
envueltos en la obra.
La
producción está basada en una anterior de la Nederlandse Opera de
Ámsterdam, nuevamente revivida por el Teatro Real en coproducción
con la Royal Opera House, Covent Garden de Londres. El director
de escena es el alemán Klaus Michael Grüber, encabezando el equipo
escénico siguiente: Elen Hammer (dramaturga), Gilles Aillaud (escenógrafo),
Moidele Bickel (figurinista) y Vera y Konrad Lindenberg (iluminadores).
Realmente,
mi juicio se resume en un interrogante: ¿se ha visto en el Real
algo peor?
Me
resulta absolutamente incomprensible que críticos de prensa afamados
y respetados a nivel nacional puedan alabar y ponderar hasta el
ridículo semejante vómito del Regietheater.
Para
que ustedes se hagan una idea les contaré unos cuantos detalles
que pueden dejar helada la sangre de alguno.
Al
abrirse el telón en el primer acto, se ven unos cuantos objetos
cilíndricos verticales de color marrón con algunos otros cilindros
de menor tamaño atravesando lo que supongo que debían ser los troncos
de los árboles del bosque. Pero cualquier parecido entre esos horrendos
cilindros y unos árboles es pura coincidencia. Al fondo se atisba
una especie de mampara de ducha que ocupa todo el foro y está iluminada
de azul oscuro chillón. Supongo que se trata del lago (¿?). Gurnemanz
viste un manferlán también marrón, que le da un aspecto de mendigo
realmente espantoso, y porta en su mano un báculo retorcido que
mantiene siempre a escasos centímetros de su cara. Kundry hace su
entrada cubierta con un precioso vestidito azul estilo institutriz
británica, que es una de las grandes incoherencias de esta producción:
la figura de Kundry es invariable en aspecto; es igual como mujer
salvaje que como hembra seductora en el segundo acto. Más tarde
vemos aparecer a Parsifal ataviado con un traje verdoso que nos
recuerda a Errol Flyn caracterizado como Robín de los bosques. Pero
lo peor de todo es la figura de Amfortas: viste un hábito parecido
al de Gurnemanz, lleva en la cabeza una corona (que parece recortada
en cartulina por cualquier colegial con poca imaginación, cubierta
con papel de aluminio) y –este es quizá el detalle más cochambroso
de esta producción- lleva el brazo izquierdo enfundado en un cono
metálico roñoso, que termina en una rueda hexagonal. Para más señas,
la herida de Amfortas está en su costado izquierdo, lo que es totalmente
incoherente con el texto de Wagner y con cualquier diagnóstico médico:
si Klingsor le hubiera herido ahí, le hubiera atravesado el corazón.
Otra demostración de lo mucho que ha entendido la obra el equipo
escénico.
La
broma no queda ahí. La dirección de actores es carente de toda lógica
o creatividad. La mayoría de las veces, los actores se limitan a
entonar sus diálogos al viento, en vez de dirigirse al receptor
de las frases. El movimiento en escena de los personajes es igualmente
plano: Gurnemanz no se mueve de su sitio en los primeros tres cuartos
de hora de obra, Kundry entra y permanece en el mismo lugar mirando
al suelo, Parsifal entra por un lateral y se queda allí hasta la
escena de la transformación...
Otro
detalle igualmente ridículo es el vuelo del cisne. Éste está representado
por una especie de trapo blanco ensartado en un aro metálico. Es
movido por unos hilos desde el lateral derecho del escenario hasta
el suelo, de dónde es recogido con mucha pompa por un caballero
del grial. Un efecto realmente pobre.
La
escena de la transformación es otra simpleza. Los cilindros se desplazan
hacia el foro, dejando únicamente cuatro columnas que servirán para
el templo del Grial. Entran en escena un grupo de armaduras medievales
con velas encendidas, que se deslizan sobre ruedas.
Hay
que decir que la enorme embocadura del escenario del Real fue tapada
en más de su mitad por un panel negro, que permanece a lo largo
de la función. En esta escena, además, a algún genio de la escenografía
se le ocurrió hacer descender otro telón oscuro, tapando en total
dos tercios del escenario. Resultado: los pobres mortales condenados
a asientos de menor visibilidad, se pueden olvidar de contemplar
el escenario.
Desde
la parte izquierda se desliza hacia el centro de la escena una estrecha
pero larguísima mesa iluminada desde el interior de su tablero.
Sobre ella se encuentran distribuidas un montón de copas de plástico
y unas bolas de color negro que supongo serían panes (¿?). Es un
efecto realmente cutre.
El
Grial, por si alguien se piensa que esos salvajes de la escena podían
respetarlo, es un pedrusco informe que Amfortas se encarga de levantar
con mucho boato. Titurel canta sus frases desde el interior de una
de las armaduras que entraron al principio. Los caballeros se sientan
a la mesa y la abandonan aleatoriamente tras la consagración, perdiéndose
así el sentido de “hermandad” de los caballeros.
Sin
embargo, es aquí donde encontramos un par de buenas ideas escénicas,
aunque quedan disimuladas por la mediocridad general que contempla
el espectador. En el momento en que Amfortas en su monólogo, habla
de dejar su herencia y no oficiar más, se saca la corona de la cabeza,
poniéndola sobre la mesa; al aceptar el mandato de su padre, la
recoge y se la vuelve a colocar. Si la corona no fuera ese espanto
hortera de papel de aluminio, el detalle sería hasta interesante.
El
otro detalle al que me refiero ocurre cuando Amfortas abandona la
mesa y deja la sala del Grial. Mira a Parsifal, y la música describe
el tema de la profecía, “Sapiente por compasión, el puro loco”.
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Plácido
Domingo y el maestro García Navarro cambiando impresiones bajo
el espantoso tiburón que estaba presente en la primera escena
del segundo acto |
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Pasemos
al segundo acto. Este es realmente el que se lleva la palma en fealdad
y falta de imaginación. El castillo mágico de Klingsor es una especie
de club nocturno de barrio bajo. Un montón de espejos de formas
diversas se hallan erguidos verticalmente en el suelo, iluminados
por focos de luz de colores chillones: rojos, verdes, amarillos
fosforitos... Del techo cuelga el espanto más discutido de esta
producción: un tiburón de unos tres o cuatro metros de longitud,
con las mandíbulas abiertas. ¿Qué querrá decir o simbolizar? Probablemente
nada en absoluto.
Kligsor
aparece como un viejo magnate del petróleo vestido con una bata
de terciopelo granate, luciendo en sus dedos un buen montón de anillos.
Un buen amigo mío me preguntó si la bata se parecía a las que acostumbraba
a usar el propio Wagner. Si es así, ya podemos ver dónde está representado
el compositor en todo esto.
Kundry
entra en escena agarrándose al telón del teatro, en la parte izquierda
del proscenio, en vez de ascender por la sima.
Desparecen
espejos, tiburón y mago, ingresando en escena otras cosas igualmente
horrendas. En el foro vemos unos pedruscos azulados encima de los
que se encuentran Parsifal y unas figuras que parecen estar hecha
de vulgar “plastelina”, como la que usan los niños en el colegio.
Del techo cuelgan unas figuras informes de colores que se parecen
a algún motivo de un cuadro de Miró (que no tengo yo nada contra
Miró, pero, francamente, no creo que tenga mucho que ver con Parsifal).
Las
muchachas flor están tiradas por los suelos entonando sus frases,
mientras Parsifal se pasea por allí, con el evidente peligro de
pisar la cabeza o las manos a alguna de ellas. Visten unos trajecitos
estupendos, que entonan con el de Kundry. Esta última entra por
el proscenio derecho, arruinando así el efecto que debe causar la
voz de la intérprete viniendo desde el fondo del escenario. Ahí
permanecerá durante el resto de la escena de seducción. Bueno, seducción
por llamarlo de alguna manera, porque allí no hay seducción ni nada
parecido. Kundry canta de cara al público en vez de dirigirse a
Parsifal. Éste está todo el tiempo en el centro del escenario dando
la réplica a las frases de la “seductora”. Y llega el momento del
beso. Kundry y Parsifal se sitúan uno junto al otro, siempre mirando
al público. Lentamente se vuelven, se miran y Kundry estira las
manos. Y cuando se supone que le ha besado, Parsifal en vez de ponerse
de pie, como pone en el libreto, se arroja por los suelos al grito
de “Amfortas”, que queda deslucido porque es una posición realmente
incómoda para cantar.
Pero
lo que sigue es aún peor. El mago sale encima de los pedruscos y
arroja la lanza. Pero en vez de eso, se la guarda y sale por detrás,
totalmente visible al público. Algún técnico de escena le pasa “rápidamente”
una lanza igual a Parsifal, mientras en el suelo aparece una estela
luminosa, que quiere representar el vuelo de la lanza. El efecto
puede parecer interesante, pero quedó descoordinado en todas las
funciones.
Parsifal
dirige entonces la lanza hacia los pedruscos y las figurillas de
plastelina se “desmayan”, creando el efecto más penoso que he podido
ver en un teatro.
Llegamos
por fin al tercer acto. La pradera aparece pintada de color verde,
con unas manchas blancas esparcidas por encima, que supongo representan
nieve. Es lo que todos hemos llegado a llamar “piel de vaca (loca)”.
Horrendo. En el proscenio, a la derecha, se ve una especie de cabaña
con el báculo de Gurnemanz apoyado, y unos hilillos de papel alumínico
que quieren hacer las veces de agua de la fuente, que cae en una
pila de color marrón. Delante de la cabaña hay un banco. A la izquierda
del escenario hay una piedra de color gris sobre la que se sentará
Parsifal y un montículo blanco sobre el que clavará la lanza.
Gurnemanz
aparece como en el primer acto, pero con los bajos del gabán manchados
de blanco (se supondrá que es nieve). Kundry está alegremente tumbada
sobre una de las manchas blancas, al lado de la piedra gris. Al
levantarse de su sueño, recoge de algún sitio una jarra de barro
y se pone a trastear por ahí.
Entra
Parsifal en armadura completa, el único detalle realmente bueno
de la producción. Se sienta, Gurnemanz le exhorta a dejar las armas,
clava la lanza y se desposee del yelmo y del escudo.
La
dirección escénica sigue exactamente el texto, por primera vez en
toda la obra: Kundry lava los pies a Parsifal (si bien de una forma
un tanto ridícula: se humedece las manos con el agua de la jarra
y le pasa las palmas por encima de los pies), se los seca con su
pelo, Gurnemanz bautiza a Parsifal, Parsifal a su vez bautiza a
Kundry...
Todo
aceptablemente bien hasta que llegamos a los “Encantamientos de
Viernes Santo”. El suelo se ilumina de color rosa fucsia, aludiendo
a la llegada de la primavera. Pero claro, es la primavera de Klaus
Michael Grüber, una primavera mediocremente hortera.
Llega
el cambio de escena. Pero no volvemos al templo del Grial, sino
que entran desde el fondo, los miembros del coro empujando cada
uno una armadura, hasta llegar al proscenio, donde se detienen.
El cadáver de Titurel no es más que una armadura en posición horizontal
sobre tres varillas acabadas en ruedas.
El
final de la escena es realmente decepcionante. Parsifal entra lanza
en mano y se planta en un lateral del escenario, mirando al público.
Le pone la lanza en el costado a Amfortas, sin mirarle, lo que algún
día supuso que el tenor le pusiera la lanza en un brazo. Entran
Gurnemanz y Kundry. Parsifal avanza hasta el mismo borde del escenario
y adopta una postura heroica que mantendrá hasta la caída del telón.
Amfortas, Gurnemanz y Kundry avanzan hasta un poco más atrás que
Parsifal y caen simultáneamente dos telones traslúcidos: uno oculta
a la mayor parte del coro y el otro separa a Parsifal del resto
de la escena. Este último es de color azul y lleva pintadas unas
líneas oblicuas como si fueran rayos que vienen del cielo a señalar
a Parsifal como el Salvador. Amfortas, Gurnemanz y Kundry (que no
muere, estropeando todo el tema de la redención de Kundry, que seguirá
condenada a vivir) se arrodillan, y así permanece la escena hasta
que cae el telón, lo que son unos cinco minutos de estatismo absoluto
y aburrido. No hablemos de la paloma, por supuesto.
Bueno,
los “unos cuantos detalles” se han convertido en un resumen pormenorizado
de lo visto en escena. Espero que sepan disculparme si me he excedido,
pero es que no he podido evitar comunicarles mis impresiones sobre
tan absurda producción.
Ni
siquiera merece el calificativo de “mala”, sólo el de “mediocre”
y “carente de imaginación”. Eso sí, logra su misión: hacer correr
ríos de tinta sobre ella y que todos la comentemos.
INTERPRETACIÓN
MUSICAL
Pero
pasemos a hablar de los intérpretes musicales, que merecen un estudio
aparte.
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Matti
Salminen (Gurnemanz) y Franz Grundheber (Amfortas) ensayando
la escena del Templo |
El
personaje de Amfortas fue convenientemente servido por Franz Grundheber,
a quien siempre recuerdo como un cantante tosco y poco matizado.
Pues parece que con los años ha aprendido a ser cuidadoso con los
personajes que hace. Hizo un Amfotas en momentos hasta emotivo.
Aceptable en lo vocal e interpretativamente bueno, dentro de que
lo que la producción permitía. Porque claro, estar toda una santa
noche arrastrando un brazo con una rueda tiene que ser realmente
incómodo.
Alan
Held, en el segundo reparto, hizo un Amfortas realmente digno. Más
o menos igual de aceptable en lo vocal, pese a algún apuro en el
registro agudo, y realmente bueno en cuanto a la interpretación,
superando en muchos momentos la actuación de Grunheber.
Malo
sin reservas fue el Titurel de Artur Korn. Con una voz bella, pero
volumen muy pequeño, casi inaudible en el agudo. Según he podido
averiguar, Korn estuvo hace una década activo en el Metropolitan
de Nueva York haciendo papeles para bajo en el repertorio alemán.
Llegamos
a Gurnemanz.
¿Qué
podemos decir de Matti Salminen? Es el último gran bajo wagneriano
de raza que ha dado el mundo. Con esa voz potente que llena teatros.
Dominando toda su tesitura, desde unos graves profundos y magníficamente
apoyados a unos agudos resonantes, pasando por un centro bello hasta
lo indecible. Todos los elogios que prodiguemos a Salminen son pocos,
porque él fue el verdadero triunfador de este Parsifal. ¡Qué
matices, qué expresión! Naturalmente, se le nota la sesentena que
lleva a sus espaldas: sus agudos no son tan potentes y la voz ha
perdido algo del brillo de antaño, pero ¡qué lección de canto! Hubo
quién me preguntó porque le notaban algo peor que en su Marke del
año pasado en el Real, pero respondí que Gurnemanz no es Marke,
que no es un papel de un rato, sino que tiene que cantar mucho tiempo.
Evidentemente reservó voz hasta el final de la función en todas
las ocasiones, haciendo unos “Encantamientos de Viernes Santo” realmente
admirables.
Al
lado de Salminen, la intervención de Kurt Rydl quedó muy deslucida.
Habría pasado por bueno, pero no aguanta la comparación con el finlandés.
Además de que Rydl nunca ha sido una figura wagneriana verdaderamente
sobresaliente, hay que tener en cuenta que está mayor y mucho más
gastado que Salminen. Recordaba su Sarastro en La Flauta Mágica
en esta misma temporada del Real, que fue realmente muy mediocre.
No me gustó, aunque admito que si le hubiera visto a él sólo, sin
haber oído el día antes a Salminen, hubiera apreciado más su labor.
Y
ahora tengo que hablar de Parsifal: Plácido Domingo, en el primer
reparto. Personalmente no me gusta como tenor wagneriano, por dos
razones: a) su estilo no es el que considero como bueno en interpretación
wagneriana, y b) no puedo olvidar que sólo ha sido capaz de cantar
en escena el Siegmund de la Walkyria, el Lohengrin y el Parsifal,
y eso no es un tenor wagneriano, aunque haya quien le duela.
En
este Parsifal en concreto no me gustó.
Añadamos
también que su dicción alemana ha sido siempre muy pobre, lo que
hace que se resienta uno de los pilares de la interpretación wagneriana
que es la articulación clara que exigen los textos de las obras
de Wagner.
Hay
que aceptar, sin embargo, que para tener sesenta años está francamente
bien de voz, y que mantiene el centro tan bello como siempre. A
cambio, la zona aguda se resiente, y los graves se afean cada vez
más.
Interpretativamente
le encontré muchas carencias, pero la culpa no creo que sea suya
sino del director de escena, que parece ser que le obligó a adoptar
lo estático y anodino como regla. Ahí está la innegable profesionalidad
del tenor madrileño, cuando acepta una producción la acepta con
todas sus consecuencias.
Seguramente
pasará a la historia como el cantante más completo de todos los
tiempos, porque ha sabido, bien o mal, hacer la carrera de tres
tenores en uno: un tenor lírico, un tenor spinto y un tenor heroico
(o al menos lo ha intentado). Que juzgue el futuro.
En
el segundo reparto intervino como Parsifal el tenor americano Robert
Dean Smith, actual Walter von Stolzing en Bayreuth. Me habían dado
muy malas reseñas de él, aunque en la función de Maestros
que ofrecieron por radio desde Bayreuth el año pasado (con el “Erlöser”
Christian Thielemann), me pareció aceptablemente bueno (al menos
llegó “vivo” a la temidísima Canción del Premio). En vivo quedó
francamente bien. El estilo es innegablemente wagneriano, con una
dicción clara, un volumen suficiente y una expresividad notable.
En algún momento me acordé de Hans Knappertsbusch y pensé que si
hubiera estado él en el podio, le hubiera dicho eso de “ami
de mierda”, porque la verdad es que, pese a cumplir con creces,
no dio nada más de sí.
El
Klingsor de Hartmut Welker me pareció bastante desastroso. Su voz
está destrozada por la edad, con unos agudos tremolantes e inseguros,
y un centro y graves insuficientes. Hay quien le gusta ese detalle
en un Klingsor o en un Alberich (¿?) pero a mí me parece deleznable.
Y su interpretación fue aburrida por lo convencional de los directores
de escena sin imaginación: se pasó un buen rato con la mano encima
del resultado de su castración, detalle innecesario, porque no veo
porqué hay que recordarle al público un hecho que ya relató Gurnemanz
en el primer acto.
Agnes
Baltsa como Kundry fue el lunar de esta producción. Francamente
detestable fue su intervención en ella. Nunca me ha gustado, pero
ahora su voz está destemplada, ajada por el paso de los años. Sus
agudos son desagradables y hacen daño a los oídos, porque lo cierto
es que tiene la voz grande. Y en la zona grave (se supone que es
una mezo) es aún más penosa, porque se limita a engolar la
voz y a entubarla. La mitad del tiempo no pasó de recitar las frases
de Kundry con insultante indiferencia. Y es que realmente el personaje
se le iba de las manos, en lo vocal y en lo escénico. Realmente
no alcanzo a comprender los “bravos” que le prodigaban cada día
al final del segundo acto.
De
otra pasta es Linda Watson, un fruto verdaderamente wagneriano.
Esta mezo americana, que desde el año pasado canta Ortrud
en Bayreuth y que ya hizo allí de Kundry antes de la llegada de
la inmensa Violeta Urmana (discípula de Astrid Varnay, nada menos),
es una de las grandes Kundrys del momento. Estuvo estupenda la noche
que la vi, la del día 11 (que sin duda fue la mejor función de todas).
Su canto fue siempre matizado, sabiendo cómo decir sus frases en
cada ocasión. Pese a la ingrata dirección escénica, supo sacarle
partido a la actuación, llegando a ser realmente conmovedora en
la escena de la seducción (a distancia). Me pareció realmente buena,
y al lado de la Baltsa, un verdadero hallazgo.
En
un apartado hablaré de los secundarios. Horrendos y espantosos los
cuatro escuderos, con la veteranísima Paloma Pérez Iñigo y la habitual
Itxaro Mentxaka a la cabeza. Destacable la labor del joven barítono
santanderino David Rubiera como el Segundo Caballero, al que “le
falta un hervor”, pero que despunta ya como un buen cantante. Las
muchachas flor entre malas y mediocres.
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Miembros
del Coro en un ensayo de la escena final de la obra, con las
armaduras y la coraza de Parsifal en el suelo en primer término
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El
coro fue otro de los detalles negros de la noche, y no especialmente
por su mala actuación. Este es el detalle más horrible de esta producción:
el uso de megafonía en los coros. Parece que la mayoría
de críticos musicales que hablaron del evento no notaron este truco
asqueroso. Hubo uno que hablaba, en un conocido diario de tirada
nacional, de “bellas sonoridades de Bayreuth”. Ya utilizaron en
el Real algo parecido para que el tenor del Trovatore cantara
el “Miserere” desde fuera de escena, pero emplearlo para los coros
de Parsifal es algo que no tolero, que no puedo respetar.
El
caso es que desde la parte central del teatro el efecto quedaba
disimulado, pero desde los laterales era hasta desagradable. Hubo
una función en la que me senté en un sitio en el que oía los coros
como viniendo del “Paraíso” (no el Paraíso parsifaliano, sino el
“gallinero”, la parte alta de las gradas, según su nombre en el
Teatro Real).
Deleznable.
Eso sí que era motivo para protestar, pero allí nadie parecía advertir
el truco.
La
labor del coro, dentro de los márgenes de juicio que me da la megafonía,
fue muy regular. El coro es muy nuevo, y afrontar una de las mayores
obras para coro de la historia de la música ha sido un atrevimiento.
Los que cantaban en escena, los caballeros del Grial, eran fácilmente
identificables: “aquí hay un tenor que desafina, aquí un bajo que
grita, aquí un...” Regular.
Y
luego hay que tener en cuenta la labor de la orquesta. Tuvo buenos
momentos, aunque la “pirotecnia levantina” (los timbalazos, hablando
en plata) desplegada por García Navarro en el templo del Grial fue
abusiva. Al menos el maestro se sabe la obra y los músicos le siguieron.
Olvidemos alguna pifia del metal y algún desajuste generalizado.
La verdad que me lo esperaba mucho peor. Pero es que servir un buen
Parsifal es tarea de muy buenos cocineros, y hay que ser
muy grande para ello (“nur der ‘Eine’”, como dice Gurnemanz).
En
resumen, para acabar ya, que este artículo está saliendo francamente
largo, un Parsifal muy desigual. Tenemos maravillosas interpretaciones
musicales (Salminen, Dean Smith, Watson), deleznables intervenciones
(Baltsa, Korn, Welker), mediocridades (la puesta en escena, el coro)
y otras que es más prudente no clasificar del todo bajo una palabra
(Plácido Domingo y la orquesta). Una de cal y otra de arena.
En
conjunto, la función del día 11 fue realmente buena, y la peor la
del día 12 (con la Baltsa y sin Salminen).
Unas
funciones para recordar, porque sólo el Salvador sabe cuándo volverá
a ver Madrid otro Parsifal.
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Cartel
anunciando la representación de Parsifal del día 1 de enero
de 1914, estreno de la obra en el Teatro Real, treinta años
después de la muerte de Wagner
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